En el neolítico, cuando nacieron las aldeas no había árboles en ellas. A medida que estos núcleos de población crecieron en extensión y poder, nacieron en torno al año 3000 a.C. los primeros núcleos de población, a los que podemos dar el nombre de ciudad tal como la entendemos en la actualidad. Los primeros jardines nacieron en las urbes más poderosas, alrededor de los palacios y las casas de la nobleza. Estos jardines se mostraban como la expresión estética de la belleza a través del arte y la naturaleza, una expresión cultural de la vida civilizada, y fueron un distintivo exclusivo de poder político y económico hasta finales del siglo XVIII.
Tras la Revolución Francesa, el urbanismo moderno comenzó a incluir los árboles en el casco urbano; se crearon parques y jardines de uso público, y el arbolado se convirtió en un elemento inseparable en el diseño de las grandes avenidas primero y de las calles secundarias más tarde. En la actualidad, los árboles están integrados en el urbanismo como un elemento inseparable del edificio o el barrio. Muchas son las razones.
Verde contra el gris del cemento
El 3 % de la superficie terrestre del planeta está ocupado por las ciudades. Es un área equivalente a casi la de EEUU: unos 4,5 millones de km2 de hormigón, ladrillo y asfalto cubren lo que antaño eran principalmente bosques y campos, y también muchos lagos y ríos. Según el Banco Mundial, en 2020 vivía en urbes el 56 % de los habitantes del planeta, unos 4.400 millones de personas.
Aunque el crecimiento del número de ciudadanos se ha desacelerado porcentualmente estas últimas décadas, el crecimiento de la masa urbana en superficie se ha incrementado, por lo que se da la situación paradójica de que el cemento y el ladrillo crecen en torno a tres o cuatro veces más que los habitantes que cobijan. Es una situación insostenible (la analizamos más a fondo en este artículo) de la que advierte la ONU: hacia 2035, el 80% de la población del planeta vivirá en ciudades, una proporción que ya se da en muchos países en vías de desarrollo, y si seguimos a este ritmo, en 2050, la población urbana habrá aumentado en 2.800 millones.
En este contexto, la vegetación tiene todas las de perder, a no ser que la actual reacción a favor de la ciudad regenerativa y verde se intensifique y logre un consenso internacional. Y esto es imprescindible si queremos lograr el ODS 11: ciudades más inclusivas, seguras, resilientes y sostenibles.
¿Aire limpio? No sin árboles
La masa urbana es la responsable del 75 % de las emisiones de CO2. Éstas van acompañadas de todo tipo de contaminantes: óxidos de nitrógeno, amoníaco, dióxido de azufre y ozono. Según la OMS, la contaminación del aire mató aproximadamente a siete millones de personas en 2012.
Los árboles constituyen barreras naturales que absorben parte de los gases contaminantes y atrapan partículas en suspensión en sus hojas y corteza. Respecto al CO2, una hectárea de árboles maduros absorbe la misma cantidad de gas que la que emite un automóvil de mediana potencia en 70.000 Km, y devuelve suficiente oxígeno para 36 personas.
Reguladores de la temperatura, ahorrando energía
Un fenómeno inherente a las ciudades es el efecto “isla de calor” debido al calentamiento del asfalto y el hormigón, muy superior al de los vegetales, y al calor que desprenden la combustión de motores y las instalaciones de aire acondicionado. En un día de verano en una ciudad mediterránea, por ejemplo, la radiación solar puede llegar a calentar el asfalto hasta los 75ºC y el hormigón a 65ºC, mientras que temperatura de la hierba no sobrepasa los 42ºC. Este calor acumulado por el pavimento y los edificios es devuelto por la noche al aire, lo que causa las grandes diferencias de temperatura nocturna entre el casco urbano y su entorno.
Según la Organización Meteorológica Mundial (OMM) el efecto de la isla de calor urbana puede elevar las temperaturas de 5 a 10 ºC por encima de su entorno, exacerbando las olas de calor que cada vez son más dañinas para la salud. Este mes de junio se han batido varios récords de temperatura media en las ciudades, que estos últimos cinco años ha aumentado 3ºC.
La sombra de los árboles impide que se recaliente el pavimento, y esto es especialmente notable en los barrios marginales que por lo general carecen de ellos y son los que más crecen en extensión.
Estudios de arquitectura han demostrado que tres árboles bien colocados alrededor una casa pueden rebajar en un 50 % el uso del aire acondicionado en el verano. En los altos edificios de las ciudades no es posible lograr tanta reducción, pero sí se demuestra que cuanto más altos y frondosos sean los árboles más influirán en el ahorro de energía para refrigeración.
Los mejores amigos de los acuíferos urbanos
Las ciudades consumen el 13 % del agua dulce del mundo. Quedan lejos de la agricultura que consume el 70 %, pero la coraza de edificios y pavimento es una barrera que impide que el agua de lluvia penetre en la tierra y alimente los acuíferos, y las carreteras y autopistas han seguido ocupando antiguas zonas verdes.
En muchas ciudades el suelo se hunde debido a que los acuíferos se vacían por sobreexplotación y falta de recarga; Ciudad de México y Pekín son los casos más conocidos. “Esponjar” la costra urbana con los parques y los alcorques de los árboles permite que el agua de la lluvia pueda filtrarse hasta la capa freática. Ésta es una medida urgente en las ciudades en las que la barrera de suelo impermeable sigue creciendo.
Por otra parte, la sombra de los árboles retarda la evaporación del agua de los suelos, contribuyendo a refrigerarlos y la humedad que retornan por la evapotranspiración a través de sus hojas aumenta la humedad atmosférica.
Una defensa contra las inundaciones
Históricamente la mayor parte de las ciudades se han construido junto a ríos, muchas de ellas en zonas naturalmente inundables. El caso de las fatales inundaciones en Alemania el pasado julio es un ejemplo extremo de esta situación. Esta ocupación ha aumentado no sólo la exposición y la vulnerabilidad, sino también la peligrosidad de los fenómenos ya que la falta de planificación en la expansión de calles y casas provoca que las escorrentías sean cada vez más violentas y provoquen inundaciones que casi siempre afectan a los barrios más pobres.
Los árboles y los simples matorrales reducen el escurrimiento del agua, atrapando el agua de lluvia y retienen la tierra con las raíces. Muchos de los crecientes barrios marginales ocupan terrenos deforestados. El caso de las colinas de Freetown, en Sierra Leona, muestra como la degradación del suelo por la falta de vegetación facilita los corrimientos de tierras. El 14 de agosto de 2017, después de tres días de lluvias torrenciales, las avalanchas de fango se llevaron la vida de más de 500 personas y dejaron sin hogar a más de 3.000.
La deforestación, que en muchos casos ha acompañado al desarrollo de estas zonas periurbanas, también representa un factor que incrementa la peligrosidad al arrastrar el agua tierra y vegetación con raíces debilitadas que embozan los desagües y aliviaderos, empeorando las fatales consecuencias de las avenidas.
Una ayuda psicológica
Varios estudios médicos han demostrado que los pacientes que pueden ver árboles desde sus ventanas, especialmente los que yacen en una UCI, sanan más rápido y con menos complicaciones. También se ha comprobado que los síntomas de los niños con trastorno por déficit de atención, hiperactividad y autismo remiten cuando tienen acceso a la naturaleza o a parques urbanos.
En general, estar bajo un árbol relaja y facilita la concentración. También las estadísticas muestran que en los barrios sin vegetación en las calles se da una mayor incidencia de la violencia que en los que abunda el arbolado, aunque en estos datos hay que considerar otros factores socioeconómicos como la pobreza y marginación social que suele acompañar a los vecindarios sin árboles.
Reunidos bajo los árboles
Desde los albores de la humanidad, los árboles han sido centros de reunión, deliberación y fiesta. Prácticamente todas las culturas han tenido en su historia a uno o más árboles considerados como sagrados y proveedores de bienestar. En los parques urbanos, las personas se reúnen bajo los árboles con espíritu lúdico, para conversar, jugar al ajedrez, comer o celebrar fiestas infantiles. Aquí la cohesión social mejora los beneficios psicológicos individuales y empodera a las personas para hacer frente a problemas comunitarios en un entorno más relajado y estimulante.
Los árboles urbanos pueden convertirse en la identidad de un vecindario y pueden incluirse en programas educativos, como se ha realizado con éxitos en muchas ciudades. Muchas especies urbanas proporcionan excelentes hogares para pájaros, abejas y ardillas, por lo que constituyen un aula permanente para desarrollar entre los escolares la sensibilidad medioambiental. Plantemos árboles en la ciudad, hagamos que los planten y cuidémoslos, son los mejores compañeros de viaje hacia un futuro amenazado.