La Revolución Industrial basó su modelo de crecimiento en la idea de que la naturaleza era una “madre” que todo lo daba y todo lo soportaba; siempre nos proveería de materias primas y combustible para conseguir la energía para transformarlas; del mismo modo, la naturaleza siempre podría ser usada como destino final de los residuos, pues el aire, el suelo y el mar se presentaban como inmensos sumideros con capacidad para absorberlo todo. Es lo que denominamos desde hace relativamente poco “economía lineal”: un modelo que considera a la naturaleza como inicio y final de un proceso productivo abierto basado en la cadena extraer – quemar y transformar – usar – tirar.
En los años 70, la contaminación sin freno provocó que este modelo fuera seriamente cuestionado. En 1987, una comisión internacional encabezada por la doctora noruega Gro Harlem Brundtland, presentó un informe en la ONU en el que apareció por primera vez el término “desarrollo sostenible”, que quedó definido como “aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones”. El informe alertó de que el avance socioeconómico se estaba llevando a cabo en contra del equilibrio de la naturaleza creando un “coste medioambiental” inaceptable.
Desarrollo, mejor que crecimiento
Entre los economistas más inquietos era evidente que existía una contraposición entre el concepto de “crecimiento económico”, por entonces universalmente utilizado, con el de “desarrollo económico”, que hacía una referencia más directa a los beneficios sociales de la economía y dejaba en un segundo plano a los indicadores meramente financieros. En 1989, los economistas británicos David W. Pearce y R. Kerry Turner, señalaron al modelo de economía lineal como el principal responsable de la degradación medioambiental. El concepto de “capital natural” comenzó a introducirse en la economía: los recursos naturales y los ecosistemas debían ser vistos como medios de producción de bienes y servicios, y por lo tanto tenían un valor económico en sí mismos y debían preservarse. En aquella época, aún prevalecía en la economía tradicional la convicción de que la pérdida de este capital natural era compensable con el capital producido por los productos obtenidos. Este modelo seguía manteniendo que el crecimiento sostenible era posible ya que el capital natural era sustituible.
En la década de 1990,los economistas estadounidensesHerman Daly yRobert Costanzaexplicaron y divulgaron la idea de que el capital natural era irremplazable en términos de sostenibilidad, abogando por una clara ruptura entre la actividad económica y la degradación ambiental. Sus trabajos llevaron a un enunciado fundamental: aunque el desarrollo económico sí puede ser sostenible, el crecimiento económico sostenible no es posible, pues está limitado por un capital natural finito, ya sea por agotamiento o degradación.
El ciclo del agua como capital natural
El uso del agua permite entender y explicar bien el concepto de capital natural y las crisis asociadas a su deterioro. El agua es un bien renovable, en el sentido de que la naturaleza lo provee, vía precipitaciones, y que la propia naturaleza recicla: el ciclo del agua la recupera por evaporación de los mares, y la devuelve a la tierra donde es de nuevo captada. Es decir, la propia naturaleza proporciona el “servicio” de depurar el agua y devolverla al medio para que la podamos utilizar. El ciclo del agua es pues un capital natural universal, pues no conoce fronteras y es vital para el futuro de la humanidad.
El ciclo integral del agua, el que la capta, trata y transporta para su uso humano y la devuelve a la naturaleza, supone la interrupción de este ciclo natural y la adopción de un ciclo paralelo que de este modo, idealmente, no debería alterar el medio ambiente y por tanto no perjudicar el capital natural. A nivel planetario la realidad es otra, pues el capital natural de su ciclo se deteriora: el agua escasea en muchas zonas por sobreexplotación de ríos y acuíferos, se ha contaminado y convertido en vector de contaminación terrestre y oceánica, y el cambio climático está causando sequías e inundaciones que amenazan la seguridad alimentaria, el hábitat y la salud de 1.000 millones de personas según el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC).
La economía circular, única solución
El trabajo de Daly y Costanza fue uno de los catalizadores de la reacción de la comunidad internacional ante una degradación evidente. En 1992 la ONU celebró la segunda Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro (la primera, en 1972 en Estocolmo, había sido una mera declaración de intenciones) y afrontó por primera vez de forma explícita el problema de la degradación del medio ambiente y la escasez hídrica como frenos a un desarrollo económico mundial justo. El desarrollo acabó desterrando al crecimiento cuando en 2000, la ONU lanzó los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) para 2015, que se lograron de forma desigual.
En 2012, en la Conferencia sobre Desarrollo Sostenible Río+20, se creó un grupo de trabajo para establecer un conjunto de objetivos de desarrollo sostenible. Al año siguiente se publicaron los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) a conseguir en 2030. Paralelamente el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) dio otro paso significativo al definir la “economía verde”: “aquella que mejora el bienestar humano y la igualdad social, mientras que reduce los riesgos medioambientales y la escasez ecológica”. La ONU abogó así por la inseparabilidad de los tres pilares de la sostenibilidad – el social, el económico y el ambiental – e impulsó la economía verde como una herramienta fundamental para la consecución de los ODS.
Ese mismo año, la Fundación Ellen MacArthur publicó el informe Towards the Circular Economy. Desarrollado por McKinsey & Company, el documento dio un impulso significativo y sistematizó la idea de una economía verde proponiendo un modelo productivo que no perjudicara el capital natural, usara energías renovables y no generara residuos: la economía circular.
Ocho años más tarde, la idea de la Economía Circular ha sido reconocida mayoritariamente como la única solución teórica plausible para frenar el deterioro medioambiental y preservar el capital natural, mitigar, en la medida que sea posible, el cambio climático y lograr la consecución de los ODS.
Concienciar para participar
La solución de la ideal economía circular presenta diversos retos para su implementación. El primero es que la eficacia del modelo depende de una avanzada tecnología. Esto quiere decir inversión, y por tanto la existencia de un marco regulatorio eficaz y consensuado. Este, por el momento, sólo existe en los países más avanzados, y hace principalmente referencia a la seguridad sanitaria y ambiental del agua reutilizada y los lodos residuales de su tratamiento.
El segundo reto deriva del espíritu participativo y transversal de la economía circular. Gobiernos, empresas y consumidores deben compartir un modelo que cambia la relación tradicional con los productos y servicios, y que implica nuevos derechos y obligaciones, especialmente para los usuarios. En el caso del agua, un tema especialmente sensible para la ciudadanía, es preciso transparencia absoluta y un renovado esfuerzo de comunicación para compartir un lenguaje común que permita entender la filosofía del modelo y crear conocimiento, factores claves para generar la confianza de los usuarios.
Comprender los conceptos de capital natural y sostenibilidad como factores de desarrollo y cuáles son las prácticas que los amenazan es un primer reto de comunicación. Más allá de la mera reutilización del agua, la sociedad civil debe entender que la generación de valor en los residuos es fundamental para que estos puedan ser utilizados y desaparecer como tales al ser reincorporados al ciclo productivo. En este sentido es imprescindible transmitir que la economía circular obliga a la imprescindible interacción del sector del agua con otros sectores como el de la energía, el industrial o el agrícola.
Una adecuada concienciación ciudadana es también imprescindible para acometer proyectos de reforma del saneamiento e ir más allá de la anquilosante politización de la gestión. Es preciso el establecimiento de un lenguaje común, y que este se incluya en los ciclos educativos. Un consumidor sensibilizado y conocedor de las bases científico-tecnológicas del modelo productivo garantiza la solidez de los proyectos. Toda la comunidad debería entender, por ejemplo, qué indicadores técnicos (agua captada, agua usada, nivel de contaminación, gasto energético, etc.) son necesarios para la adecuada planificación hidrológica que permita la contemplación de las necesidades hídricas a una escala eficiente. También los usuarios deben entender bien qué procesos contaminan el agua o perjudican su tratamiento para poder establecer un adecuado marco de derechos y obligaciones para que le modelo funcione.
La seguridad hídrica planetaria
Esta estrategia productiva aparece como imprescindible para lograr la sostenibilidad de un planeta que en 2030 tendrá que alimentar y dar una vida digna a 9.000 millones de habitantes. La economía circular va más allá de salvaguardar el medio ambiente: demuestra que la preservación del capital natural es incompatible con las prácticas extractivistas que tanto han socavado el desarrollo de muchos países pobres y muestra la solidaridad planetaria como un activo económico. Propone un mundo más humanizado y ético, al estar más centrada en las necesidades reales de la población y no en las creadas, y sienta así las bases de una economía más justa y capaz de llevar a la humanidad a la consecución de los ODS.
La eficacia del modelo de la economía circular depende de la existencia de un marco regulatorio eficaz y consensuado que facilite el I+D+i.