Antes del neolítico, cuando éramos cazadores – recolectores vivíamos en un mundo en el que todo era renovable. El agua potable fluía de manantiales y arroyos, y los asentamientos sólo tenían una premisa: tener un acceso al agua cercano. Aprovechábamos al máximo todo lo que nos daba el entorno y retornábamos orina y heces con un puñado de huesos y cáscaras de nueces que se integraban al ciclo de la naturaleza. En este sentido, no nos diferenciábamos mucho del resto de las especies.
Todo cambió radicalmente cuando los humanos nos hicimos productores y comerciantes. Ocurrió en el neolítico, hacia 8.500 a.C. Los procesos productivos y comerciales se concentraron en núcleos de población creciente y sedentaria: las ciudades, agrupaciones humanas de alta densidad demográfica que concentraron el comercio, el poder político, la producción artesanal y … los desechos y las heces.
La primera instalación de saneamiento fue el pozo ciego o pozo negro que apareció en Babilonia hacia 4000 a.C. Una simple excavación en el suelo donde concentrar los excrementos que pronto se generalizó a otras ciudades del imperio y zonas rurales. Los babilonios ya habían desarrollado una hidráulica incipiente para el transporte del agua y aplicaron pronto sus conocimientos a la conducción de las heces a los pozos negros mediante el baldeo y las primeras tuberías de arcilla. Nacieron las aguas negras, compañeras inseparables de la civilización hasta nuestros días y una tecnología asociada para convivir con ellas: el saneamiento.
Ya por entonces el suministro de agua había llegado a las ciudades, pero no fue hasta 3000 a.C. que en la ciudad de Mohenjo-Daro, en el valle del Indo (en el actual Pakistán), aparecieron los primeros edificios con letrinas conectadas a alcantarillas en las calles. Los ciudadanos baldeaban con agua sus letrinas y las alcantarillas recogían el agua residual y la llevaban al pozo ciego o al río Indo. El problema había crecido en complejidad y magnitud, y empezamos a contaminar sistemáticamente los cursos de agua .
En la Grecia antigua, ante la ausencia de ríos caudalosos, surgió una primera aplicación de las aguas negras a la fertilización agrícola. En algunas ciudades las alcantarillas llevaban las aguas negras a las afueras de la ciudad hacia un vertedero desde el que se transportaban por conductos a los campos de cultivo.
El gran desarrollo romano
En el Imperio Romano, el concepto de higiene evolucionó y se impusieron normas para separar las aguas negras mediante alcantarillas en las calles. También la letrina evolucionó y se generalizó la de asiento, en sustitución del sistema usual hasta entonces de defecar de cuclillas. Sin embargo, la población continuó tirando los excrementos a la calle hasta 100 d.C., cuando un decreto obligó a conectar los hogares a las alcantarillas, que experimentaron una gran evolución
Durante aquella época tuvo lugar otro paso importante: la separación de lo que hoy denominamos aguas grises de las negras. Las primeras, aguas residuales de los baños y termas, se reutilizaron para baldear las letrinas públicas, que se convirtieron en un centro de reunión social: muchos romanos conversaban animadamente mientras se aliviaban.
En aquella época el concepto de higiene estaba todavía alejado del de desinfección. Las aguas negras se evitaban más por su mal olor que por que hubiera una conciencia de su insalubridad y finalmente acababan en el río Tíber.
En este video, el arqueólogo Angel Morillo nos explica cómo el sistema de saneamiento romano se caracterizaba por su adaptabilidad y por su perdurabilidad y algunas cloacas han permanecido en uso hasta el siglo XIX.
La era de la suciedad
Durante la Edad Media se olvidaron los avances romanos en saneamiento. Tan sólo en pocas ciudades, como París, se conservaron algunas estructuras del alcantarillado romano que pronto fueron absorbidas por el crecimiento urbano desordenado. Las ciudades amuralladas instalaron los pozos ciegos, que pronto quedaron saturados, como única estructura de saneamiento, y se instauró entre la población la práctica de arrojar los excrementos a la calle y fuera de las murallas
Las ratas prosperaron entre los excrementos y se desencadenaron epidemias de cólera y peste que causaron la muerte del 25 % de la población medieval europea. Pero se siguió sin realizar avances en saneamiento. Las ciudades eran pútridas y la máxima norma de higiene se practicaba en las zonas rurales en las que los campesinos enterraban sus heces en un agujero.
El refinamiento árabe
En esta época oscura en Europa, tan sólo las ciudades árabes de la península ibérica instauraron normas de saneamiento con el fin de mantener separados los tres tipos de aguas: las pluviales, que eran las imprescindibles para la vida; las grises, que provenían de las actividades domésticas, y las fecales. La cultura árabe, nacida en una climatología difícil, valoraba el agua de lluvia como un don divino y ésta se conducía cuidadosamente a los aljibes para su preservación y posterior uso. Las aguas residuales domésticas se podían evacuar desde los patios de las casas por conducciones subterráneas o superficiales, mientras que las fecales, debían de tener una conducción independiente hacia los pozos ciegos donde se mezclaban con las residuales.
La paradoja del Renacimiento
Durante el Renacimiento, la revolución de las artes y la ciencia no fue pareja a los avances en saneamiento, que se quedó estancado mientras las ciudades crecían más y más. En el siglo XVII, llegó un momento en Europa en que la suciedad y el olor eran espantosos en casi todas las grandes urbes. La defecación al aire libre se practicaba en muchos barrios y los pozos ciegos rezumaban saturados; mientras, los ciudadanos continuaban lanzando sus excrementos a la calle, donde las alcantarillas, que eran zanjas abiertas, las vertían parcialmente en los ríos.
Los notables avances que se realizaron en aquella época en hidráulica se aplicaron a la captación y distribución de agua, pero no llegaron al saneamiento. La gran paradoja de la época fue París: mientras la ciudad alcanzaba a mediados del siglo XVII los niveles más altos de suciedad de su historia, en los jardines del palacio de Versalles se crearon las más bellas fuentes, estanques y canales para gloria de Luis XIV.
En Londres la situación llegó a ser muy similar a la de París. Aunque la capital inglesa había iniciado el Renacimiento con severas normas higiénicas dictadas por Enrique VIII para la limpieza de las alcantarillas, la ciudad apestaba y muchos pozos negros rezumaban en muchos barrios. En las casas más acomodadas de la capital aparecieron los precursores de los inodoros modernos: un invento de John Harrington que utilizaba agua de un depósito para baldear la letrina y llevar los desechos al pozo ciego. Pero su objetivo era eliminar el olor desagradable de los orinales en los aposentos; no se tuvo clara la estrecha relación que había entre la suciedad y enfermedad hasta mediados del siglo XIX.
Del cólera al saneamiento moderno
Hacia 1830 la situación en Londres se hizo insostenible. Al tremendo hedor que expelía la ciudad (el famoso Great Stink) se sumaron varias epidemias de cólera de gran mortandad. En una de ellas, en 1847, un médico inglés, John Snow, que había dedicado su vida al estudio de las epidemias, tuvo el convencimiento de que el cólera era causado por el agua potable que se había contaminado con la fecal. Demostró su teoría cuando la epidemia cesó en las zonas donde se cerraron los pozos de bombeo.
Pocos años después, las investigaciones de Louis Pasteur corroboraron científicamente la intuición de Snow: los microorganismos presentes en el agua fecal desencadenaban las enfermedades infecciosas como el cólera o la fiebre tifoidea. La legislación cambió como consecuencia de este conocimiento. A partir del siglo XIX, las leyes de distintos países impusieron limitaciones a la construcción de pozos negros que fueron restringidos a zonas sin alcantarillado y convertidos en fosas sépticas mucho más seguras.
En este vídeo, Fernando Espejo,ingeniero de Obras Públicas, opina de la importancia de plantearse el control del saneamiento para el progreso adecuado. El porqué hasta el siglo XIX no se instalan los primeros sistemas de alcantarillado y la relación existente entre mortandad y falta de saneamiento.
Otra crisis cambió radicalmente el panorama del saneamiento: el gran incendio de Hamburgo, que destruyó en 1842 una cuarta parte de la ciudad. La reconstrucción se hizo con un nuevo sistema de alcantarillado que, con un único circuito de drenaje de las aguas negras, utilizaba agua del mar para su limpieza semanal y se ventilaba mediante los desagües de cada uno de los edificios conectados. El sistema fue financiado por empresarios de la ciudad y pronto inspiró al resto de las grandes urbes europeas y estadounidenses.
A finales del siglo XIX comenzaron a utilizarse los avances en microbiología para tratar las aguas residuales y en 1914 los ingenieros Edward Arden y William T. Lockett, descubrieron los fangos activos, uno de los sistemas de tratamiento biológico para la depuración de la contaminación orgánica de aguas residuales que todavía usamos en la actuales depuradoras.
Sin embargo, la revolución industrial conllevó otro problema para el agua: la contaminación química, que se sumó a la fecal de las aguas negras. De este modo se dio la paradoja de que mientras avanzábamos en el tratamiento de la contaminación orgánica, los vertidos industriales comenzaron a contaminar ríos y mares muchas veces de un modo inconsciente con productos de los que más tarde descubrimos su nocividad: metales pesados, pesticidas, DDT, nitratos…
En la década de 1970 comenzó en el mundo desarrollado una gran reacción internacional en contra de la contaminación del agua, tanto la industrial como la fecal, pero hoy en día, en los países en vías de desarrollo, se calcula que el 90% de las aguas negras se vierten directamente sin depurar. Por esta causa, según la OMS, cada año fallecen 1,8 millones de niños menores de cinco años, uno cada 20 segundos. Aún no hemos ganado una batalla que comenzó hace más de 10.000 años.