“El panorama general de la financiación en la lucha contra el cambio climático sigue siendo inadecuado. Debemos ampliar el acceso a la financiación en condiciones favorables, agilizar las vías de acceso a los fondos para el clima y aprovechar estos recursos para reducir tanto el riesgo como los costes”. El presidente designado para la COP 29, Mukhtar Babeyev, sintetizó así la pasada semana el principal objetivo de la Conferencia de las Partes que se celebrará del 11 al 22 de noviembre en Bakú.
Se la ha bautizado como la “COP de las finanzas”, aunque no a gusto de todos, ya que los que abogan por la urgencia de avanzar en la reducción de gases temen que los acuerdos financieros, aún marcados por su volatilidad, podrían seguir sin materializarse, relegando a un segundo plano el objetivo de no superar los 1,5°C, una meta que muchos científicos ya consideran retórica.
Financiación climática: el reloj sigue corriendo
¿Quién paga qué y cómo? Esta sigue siendo la gran pregunta formulada en la COP27 de Sharm El Sheik tras crear el fondo de “pérdidas y daños”, que en la COP28 de Dubái constituyó uno de los ejes de debate. La filosofía del fondo se basa en que los principales contribuyentes al cambio climático deben asumir los costos de ayudar a los más vulnerables quienes son los que más sufren sus peores consecuencias. Es una injusticia admitida unánimemente por todos los países de la ONU desde hace décadas, pero que no encuentra una ejecución práctica consensuada.
En Sharm El Sheik se esperaba que los países acordaran detalles sobre la implementación del fondo; sin embargo, pese a algunos avances, no se alcanzaron compromisos en aspectos clave como los mecanismos de financiación, la cuantía de las contribuciones de los países desarrollados y los plazos para su implementación.
En Bakú, las partes tendrán que acordar un nuevo objetivo de financiación global, bautizado como Nuevo Objetivo Cuantitativo Colectivo sobre Financiación Climática (NCQG, por sus siglas en inglés). Se trata básicamente de actualizar el compromiso de movilizar 100.000 millones de USD anuales en financiación climática para los países en desarrollo para 2020, un objetivo que se fijó en la COP 15 de Copenhague y ha sido muy difícil de alcanzar.
Con el recrudecimiento de la crisis climática, en Bakú se barajaran cifras entre 500.000 millones y más de un billón de USD anuales, unas cantidades que reflejan la gravedad de los daños que se están produciendo. Ante la magnitud del reto es crucial tener en cuenta el retorno de la inversión.
En el mundo del agua, el Banco Mundial estimó en 2020, que el coste de la inacción frente a los problemas hídricos era de más de 300.000 millones de USD; mientras que prevenir cuesta cinco veces menos, unos 55.000 millones. Es decir, nos ahorraríamos 245.000 millones si invirtiéramos en prevención. El retorno de estas inversiones también está claro para la agencia financiera de la ONU: cada dólar gastado en infraestructura hídrica resiliente permite ahorrar cuatro dólares en costos.
Además de la cifra total, en la COP29 se discutirá sobre las condiciones del NCQG: quiénes serán los donantes y los receptores, qué cantidad procederá de fuentes públicas y privadas y si será en forma de subvenciones o préstamos. Mukhtar Babeyev señala que, como primer paso, en Bakú es necesario que los países intensifiquen sus compromisos climáticos nacionales (NDC, por sus siglas en inglés), previstos para 2025.
¿Y la reducción de gases?
Estas propuestas llevan como condición que los gobiernos mantengan el objetivo de no aumentar la temperatura por encima del 1,5ºC. Como hemos mencionado, la comunidad científica duda de que éste sea un objetivo realista e incluso muchos climatólogos aseguran que esta frontera aconsejada por el IPCC ya se ha superado.
Aquí también el mundo del agua es un indicador de la urgencia en detener el calentamiento atmosférico reduciendo drásticamente la emisión de gases de efecto invernadero (GEI). La ONU asegura que por cada aumento de 1 ºC de la temperatura, los recursos hídricos disminuyen un 20%. Y el uso de agua sigue creciendo en volumen: a nivel mundial lo ha hecho a un 1% anual durante las últimas cuatro décadas y se calcula que mantendrá este ritmo hasta 2050. A este paso, se estima que la demanda de agua dulce superará a la oferta en un 40% en 2030.
Los objetivos marcados en la anterior COP 28 siguen vigentes: triplicar la capacidad de energía renovable, duplicar la eficiencia energética para 2030 y reducir progresivamente los combustibles fósiles. En Bakú se esperan avances tangibles que palien el creciente escepticismo respecto a estos objetivos.
¿Lograremos acuerdos vinculantes?
Las dificultades para alcanzar un acuerdo vinculante en la reducción de los GEI se arrastran dramáticamente desde el Acuerdo de París de 2015; una tendencia que se repitió en la COP28 de Dubái, para la exasperación de los científicos y expertos de la ONU, quienes consideran que, en estos nueve años hemos perdido un tiempo precioso. En el mundo del agua también están habiendo decepciones similares. El año pasado la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Agua generó 689 acuerdos, pero lamentablemente ninguno vinculante.
La presión internacional exige que Bakú marque un punto de inflexión en esta tendencia. Tenemos el agravante de la urgencia: los sucesivos informes de IPCC, cuyas previsiones se han ido corroborando año tras año, han multiplicado los llamamientos para acelerar el cambio y evitar lo peor.
Lo más esperanzador es que ya (casi) nadie niega que estamos, todos, en peligro. António Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, declaró el pasado junio:”Espero que la COP 29 marque un cambio en términos de reconocimiento global de que nos dirigimos hacia un abismo”. Y esta amenaza debe ser para Guterres un revulsivo: “Si podemos tomar decisiones que inviertan la tendencia del cambio climático pero que al mismo tiempo respondan a las necesidades de aquellos países en desarrollo que sufriendo impactos dramáticos y necesitan recursos, sería un avance significativo. Los países desarrollados deben asumir sus responsabilidades”.