El pasado 3 de abril los habitantes de la ciudad de Jalandhar, 300 kilómetros al norte de Nueva Delhi, tuvieron una experiencia que sólo los más mayores recordaban: las cumbres nevadas de los majestuosos Himalayas, a más de 200 km de distancia, eran visibles a simple vista. Las imágenes, que fueron trending topic en las redes sociales de India, mostraban hasta qué punto la contaminación atmosférica de la ciudad del estado del Punjab había desaparecido a causa del confinamiento decretado por el Gobierno apenas dos semanas antes. Internet también se llenó de otras imágenes insólitas: ciervos en los parques de París, piaras de jabalíes en Barcelona, delfines bajo las aguas transparentes de Venecia, musgo y flores en las grietas del pavimento de las grandes avenidas urbanas…
El frenazo de las actividades humanas ha provocado en todo el planeta un drástico descenso de los niveles de contaminación. Y la retirada de los humanos de los espacios urbanos ha mostrado síntomas de la presión que estamos ejerciendo al medio natural. El término “entorno” se nos revela durante nuestro confinamiento con un nuevo significado: somos más conscientes de cómo lo estamos invadiendo, de qué forma nuestro actual modo de vida lo degrada, y de que la naturaleza sigue viva ahí, afuera, reclamando el hábitat que le pertenece y le hemos usurpado.
La zoonosis como síntoma
También estamos reaprendiendo cosas que parece que habíamos olvidado. En el siglo XIV, la bacteria Yersinia pestis provocó la pandemia más devastadora de la historia de la humanidad: la peste negra. Afectó a Eurasia y se estima que se llevó la vida de al menos 25 millones de personas; sólo en Europa desapareció un tercio de la población. En aquella época nadie sabía lo que era una bacteria, y la enfermedad fue popularmente atribuida a diversas causas, desde un castigo divino hasta el envenenamiento del agua de los pozos por los judíos.
Pocos textos médicos de la época relacionaron la propagación de la enfermedad con las ratas, concretamente a sus pulgas, vector real de la pandemia. A finales del siglo XIX, gracias los avances en microbiología de Louis Pasteur, la ciencia médica acuñó un nuevo término: “zoonosis”, la transmisión de enfermedades de los animales a los humanos.
Desde entonces, la ciencia ha reconocido varias epidemias y pandemias como zoonóticas. Desde la gripe de 1918, equívocamente llamada española, que mató a unos 50 millones de personas, al sida, el ébola, la encefalopatía espongiforme bovina (enfermedad de las vacas locas), el SARS y la gripe aviar. Ahora, la COVID-19, provocada por el coronavirus, un microorganismo que vivía en los murciélagos, está provocando la mayor crisis sanitaria vivida por la humanidad desde la edad media.
La presión al entorno y el cambio climático
Hace pues ya más de un siglo que sabemos que vivimos en una era de enfermedades zoonóticas emergentes. Hay millones de tipos diferentes de bacterias y virus en animales y plantas susceptibles de infectar a los humanos. Según una corriente de opinión cada vez más asentada entre epidemiólogos y ecólogos, durante estas últimas décadas hemos acelerado la invasión de hábitats naturales desequilibrándolos y aumentando las posibilidades de que los microorganismos se transmitan entre especies y acaben pasando a los humanos.
Es lo que probablemente ocurrió en el mercado de Wuhan, donde muchos virólogos creen que un animal infectado por murciélagos, tal vez un pangolín, infectó al primer humano. La Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que, a nivel mundial, existe un tráfico ilegal de fauna y flora silvestres de entre 7 y 23 mil millones de dólares al año, según estima el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), y este tráfico es potencialmente transmisor de microorganismos a escala mundial.
Para la gran mayoría de los científicos que estudian el medio ambiente, esta intromisión que provoca las zoonosis tiene las mismas causas y mecanismos que nos están abocando al cambio climático y a la degradación medioambiental. Un año antes del estallido de la covid-19, el informe sobre Perspectivas del Medio Ambiente, elaborado por las Naciones Unidas, alertó de de la alta probabilidad de desaparición de la mitad de todos los hábitats y animales de la Tierra en ocho décadas. La invasión de estos espacios está directamente relacionada con las prácticas extractivistas habituales en los modelos de crecimiento basados en la economía lineal que ahora debemos abandonar.
Algunos científicos y sociólogos, como Jeremy Rifkin, que hace décadas que advierte de las consecuencias catastróficas del cambio climático sobre la humanidad, son más radicales al equiparar estas pandemias a las inundaciones, sequías e incendios causados por la alteración del ciclo del agua. Lo que sí es evidente, tal como señalan la OMS y la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), es que el cambio climático provoca movimientos de población humana y de otras especies, y que la vida animal y la humana se aproximan en el espacio cada día más; por consiguiente, los virus hospedados tienen cada vez más posibilidades de pasar de unos a otros.
Las estrategias para frenar estos movimientos corren paralelas ahora a las de prevención sanitaria, y esta pandemia lo desvela con claridad. En este sentido, ante la crisis socioeconómica provocada por la covid-19, el Secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres, señaló que “si hubiéramos avanzado más en el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y el Acuerdo de París sobre el Cambio Climático, podríamos enfrentar mejor este desafío”.
La degradación del suelo y los recursos agrícolas que se están viviendo en muchos países afectados por el cambio climático diluyen las fronteras de los hábitats naturales por la necesidad de supervivencia. Es una situación que la Fundación We Are Water ha podido constatar en la mayor parte de los países donde ha desarrollado proyectos de ayuda en la recuperación de los entornos naturales. Tanto en Nicaragua como en India, Bolivia y Perú la regeneración del suelo y del agua mediante la adopción de técnicas agrícolas ancestrales y la educación en acceso al agua, saneamiento e higiene evita la degradación del entorno y facilita un crecimiento sostenible sin la invasión de los espacios naturales.
Las pandemias en la agenda de las COP
Una de las consecuencias positivas que podemos sacar del terrible drama humano de la covid-19 es situar la lucha contra las pandemias, que en el futuro seguirán amenazando a la humanidad, en el mismo contexto que la recuperación medioambiental. En este sentido, las medidas para recuperarnos de la grave recesión económica van a tener en cuenta evitar las crisis sanitarias tanto como las medioambientales.
Sin embargo, hay una preocupación entre la sociedad civil, las empresas y las instituciones que abogan por la consecución de los ODS, de que se asocie la falta de actividad económica como única vía posible en la lucha contra el cambio climático. Algunos movimientos negacionistas utilizan el brusco cese de la contaminación, que muchos celebran de forma un tanto irresponsable, como sinónimo de recesión económica y drama social.
A principios de marzo, la Unión Europea, en pleno estallido de la crisis, publicó el documento “Reflexiones sobre las ambiciones de neutralidad climática de Europa en tiempos del Covid-19“. En él se especifica la necesidad de lograr los objetivos medioambientales a través de una reducción gradual e irreversible de las emisiones de gases con la prioridad de construir una economía resistente y una sociedad resiliente, y no a través de perturbaciones disruptivas como la que provoca el confinamiento y la detención de la actividad humana.
Hans Bruyninckx, director ejecutivo de la Agencia Europea del Medio Ambiente (AEMA) ha sido explícito al respecto: “Los choques abruptos con un costo extremadamente alto para la sociedad no son en absoluto la forma en que la Unión Europea se ha comprometido a transformar su economía y lograr la neutralidad climática para 2050”.
El aplazamiento anunciado de la cumbre de Glasgow sobre el cambio climático, la COP 26, prevista para noviembre, no debe ralentizar la consecución de los compromisos de reducción de emisiones contaminantes. La experiencia cotidiana de aislamiento que viven miles de millones de personas apunta a reflexiones que no son nuevas en el mundo del agua: la revalorización de los conceptos del capital natural compartido y de su trascendencia colectiva, la reconsideración de las necesidades esenciales y los valores de la economía circular. Un planeta libre de contaminación no significa ruina, sino riqueza.
Nos encontramos cara a cara con el fin de la naturaleza tal como la hemos estado contemplando. El reto es mayúsculo, y tanto nuestra generación como las venideras, tienen estar preparadas para la transformación más trascendente de la conciencia humana en la historia: con la naturaleza no contra ella.