En el mundo industrializado, el primero en recibir el impacto del coronavirus, la pandemia ha mostrado de forma súbita, en cuestión de semanas, días, la incapacidad de la gobernanza para frenar la propagación de la enfermedad en primera instancia, y la de los sistemas sanitarios más avanzados para tratarla después. Esta evidencia ha generado altas dosis de incertidumbre y el consiguiente miedo generalizado ante lo desconocido, ante un problema muy complejo en el que cada día surgen variables que no estaban previstas el día anterior.
Sin embargo, la propia complejidad del problema nos muestra que la solución ha de ser plenamente colectiva. No existen soluciones únicas tomadas por políticos o científicos iluminados; sino múltiples soluciones aunadas que surgen de la aceptación de la incertidumbre como punto de partida y del trabajo coordinado entre científicos, médicos, economistas y sociólogos; de la colaboración entre gobiernos y empresas; del trabajo sereno de cada uno de nosotros que, ante nuestra inesperada vulnerabilidad, debemos cambiar la forma de leer la realidad y de asumir la dialéctica de que lo efectivo hoy puede no valer mañana, y de que la gobernanza debe aceptar esta certeza para lograr las soluciones eficientes. Estamos obligados a la inteligencia colectiva para salir del túnel.
Del mismo modo, debemos asumir que lo local o sectorial se vuelve planetario. Nada está aislado: los vimos cuando la irresponsabilidad financiera llevó al mundo a una crisis humanitaria en 2008, y la insensatez medioambiental ha creado una crisis climática que amenaza con degradar aún más nuestro hábitat en un futuro inmediato. El mundo del agua nos lo ha mostrado con claridad: los problemas deben abordarse desde una perspectiva global y colectiva.
Y esta misma visión desde el mundo del agua nos hace asumir la amenaza que la pandemia cierne sobre el resto del mundo más pobre y menos capacitado tecnológicamente; un mundo con estructuras socioeconómicas que dificultan o imposibilitan el confinamiento y con recursos médicos que son mucho más precarios que los que ya están quedando desbordados en los países más avanzados.
Agua, saneamiento y demografía, factores decisivos
Según el último informe de la OMS, la falta de acceso seguro al agua afectaba, en 2015, al 29 % de la población mundial. En la actualidad, se calcula que alrededor de 2.100 millones de personas no disponen de suministro de agua ubicado en el lugar de uso, disponible cuando se necesita y no contaminado. De estos, 838 millones no tienen agua potable para satisfacer sus necesidades básicas de beber, cocinar y limpiar, cifra que incluye a 159 millones de personas que se abastecen directamente de aguas superficiales (ríos, lagos, estanques e incluso charcas). ¿Cómo plantearse las soluciones de confinamiento social adoptadas por los gobiernos de los países ricos en estas circunstancias?
Las estrategias de higiene para el lavado de manos son aún más problemáticas: advierte Unicef que en los países menos desarrollados el 75 % de la población no tiene acceso a instalaciones de pileta con agua corriente, jabón y desagüe eficiente en sus hogares.
La geografía humana de los países pobres es otro factor de riesgo que hace también extremadamente difícil controlar la exposición al virus mediante el confinamiento y el distanciamiento social. El caso más evidente es el de India, que, con más de 1.300 millones de habitantes, cuenta con algunas de las ciudades más densas del mundo. Los casi 19 millones de ciudadanos de Bombay, por ejemplo, alcanzan una densidad media de 21.000 personas por kilómetro cuadrado, una de las más altas del mundo; y casi la mitad de ellas viven en barrios marginales sin las mínimas condiciones de salubridad y acceso al agua. Por otra parte, la mayor parte de la población de India no tiene cobertura médica universal y la infraestructura sanitaria y la provisión de fármacos pueden llegar a ser totalmente inexistente en las áreas rurales.
La solidaridad, herramienta universal
Pero la enfermedad del COVID-19 es mucho más que una emergencia de salud. Tiene el potencial de crear crisis sociales, económicas y políticas devastadoras que afectarán a todo el mundo y dificultarán la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para 2030.
La realidad de los que están peor nos obliga a un cambio de lectura de la crisis. Nos está haciendo descubrir el valor de la colaboración más allá de jerarquías, clases sociales y económicas, fronteras e ideologías. En situaciones de alta complejidad como la que estamos viviendo, la salida del túnel sólo puede ser alcanzada colectivamente y de forma inmediata.Lo sabemos y nos es difícil asumirlo ya que no tenemos el hábito de pensar así; nos pasa con el clima y el cuidado del medio ambiente: aplazamos en el tiempo las acciones solidarias, las inteligentes y efectivas. Pero ahora es distinto, el virus no nos da margen de tiempo. La solidaridad es a la vez causa y efecto de la inteligencia colectiva. Con ella lo conseguiremos.