La crisis climática ha llegado a la dieta. En el COP 25 de Madrid, el IPCC ha presentado su Informe especial sobre cambio climático y tierra publicado el pasado agosto. Ha sido uno de los documentos que más repercusión han tenido en los medios de comunicación, probablemente porque afecta de una forma muy directa a la forma en que vivimos.
El IPCC entra de lleno en la relación entre la alimentación humana y la emisión de gases de efecto invernadero (GEI), y añade este factor a los de la utilización del suelo y el agua, hasta ahora los dos elementos con los que generalmente se solía evaluar la sostenibilidad alimentaria. Además del aumento de la productividad de los alimentos y la reducción de desperdicios, el IPCC aboga por una “dieta equilibrada” a nivel global, para mitigar el calentamiento atmosférico; el objetivo es la reducción de la huella de carbono de la producción y comercio de los alimentos, y ganar suelo para otros usos no alimentarios.
En el documento se estima que para 2050, los cambios adecuados en la dieta pueden llegar a reducir los GEI cada año en 0,7 – 8 gigatoneladas de dióxido de carbono equivalente (GtCO2eq), que es la suma de dióxido de carbono, metano y óxido nitroso, los gases causantes del calentamiento de la atmósfera. Según el IPCC, para esa fecha, la adopción de estos hábitos alimenticios podrían además liberar varios millones de km2 de tierra, favorecer una gestión más sostenible del uso del suelo, ahorrar agua y combatir la desertificación, al tiempo que mejorar la salud pública. Tanto la FAO como la OMS suscriben las conclusiones del IPCC como factores clave para la obtención de los ODS en 2030, ante un crecimiento demográfico vertiginoso y la amenaza de la incertidumbre climática.
Estos cambios dietéticos propuestos se basan en fomentar el consumo de productos de origen vegetal, y en la reducción de los de origen animal, que deben además ser producidos con métodos de bajas emisiones. En el mundo industrializado, el informe llega en un momento en el que la vertiente gastronómica y ética de la alimentación han alcanzado estrellato mediático. Conceptos como la organoléptica y el respeto a los animales coexisten con una creciente preocupación por la salud en amplios sectores de la población, lo que ha producido un notable incremento del veganismo y otras dietas que excluyen los alimentos no cultivados de forma orgánica o los procesados.
¿Alimentación sostenible para 9.000 millones?
El problema de la alimentación mundial es complejo. Este vídeo de Carlos Mario Gómez (@camagogo), profesor titular de Fundamentos del Análisis Económico y Economía Ambiental en la Universidad de Alcaláe investigador de IMDEA Agua en la UE, lo resume y nos sitúa ante el reto inevitable que tenemos para afrontar el futuro:
La relación entre las necesidades de alimentación de la población y el uso de los recursos de tierra y agua está en crisis desde hace décadas. Según el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la ONU, la población mundial, actualmente de unos 7.700 millones, se acercará en 2030 a los 9.000 millones. La ONU ha marcado para esa fecha la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y la seguridad alimentaria, contemplada en el ODS 2, va de la mano de la consecución del acceso al agua que es el ODS 6.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) lleva décadas advirtiendo que la desigual distribución de la productividad, el exceso de consumo en los países industrializados y el desperdicio de alimentos son las principales causas de que la nutrición adecuada no llegue a todos.
En la actualidad, la producción agrícola y ganadera para alimentar a los seres humanos en el mundo ocupa ya el 43% de la tierra disponible, sin incluir los desiertos ni los suelos helados. Cada día estas tierras producen 23,7 millones de toneladas de alimentos que, cuantitativamente, serían suficientes para garantizar la alimentación de la población mundial. Esta actividad vital para la humanidad consume el 70 % del agua dulce del planeta.
Pero esta tierra y esa agua todavía no son capaces de alimentar a todos: en su informe de 2017, El futuro de la alimentación y la agricultura, la FAO calcula que cerca de 795 millones de personas pasan hambre, y más de 2.000 millones carecen de los micronutrientes básicos en su dieta, o sufren desarreglos como la sobrealimentación; es decir se alimentan de forma inadecuada para su salud, ya sea por exceso o por defecto. En este mismo informe, se alerta de que seguridad alimentaria global está amenazada por la presión sobre los recursos naturales como el agua, presión que el cambio climático empeorará en zonas donde ya existe escasez hídrica.
Huella hídrica y huella de carbono: vegetales versus carne
La concienciación sobre la huella hídrica de los alimentos ha llegado también a la alta cocina. En este vídeo, Josep Roca, del Celler de Can Roca, en una entrevista de la Fundación We Are Water, lo expone con claridad:
El informe del IPCC añade los datos de la emisión de gases para definir los objetivos de sostenibilidad del actual sistema alimentario mundial: la agricultura y el uso de la tierra representan más de un 25% de las emisiones anuales de GEI a la atmósfera entre 2007 y 2016. Pero si se añaden las emisiones asociadas a la industria alimentaria, esa proporción puede llegar hasta el 37%.
Lo más preocupante es que entre el 25% y el 30% del total de alimentos producidos en el mundo se desperdicia, un malgasto que puede llegar a 1.600 millones de toneladas de alimentos al año. El informe del IPCC añade que esta pérdida es la responsable de entre el 8 y el 10 % de las emisiones de gases de efecto invernadero que genera la actividad humana (3.300 millones de toneladas de equivalente de CO2 por año) y supone el despilfarro anual de 250 km3 de agua, el equivalente a tres veces el volumen del lago Leman en Suiza.
Así pues, el problema de los GEI se añade al del agua: la ecuación de la sostenibilidad planetaria en pos de los ODS debe ligar de forma precisa los conceptos de la huella de carbono y la huella hídrica. En este sentido, el consumo de carne, cuestionado desde hace décadas por su alta huella hídrica, adquiere con la huella de carbono más datos para cuestionar su sostenibilidad. Los datos de la FAO, refrendados por el IPCC, señalan que la ganadería es la responsable del 14,5 % de los GEI; es decir, es el sector que más gases de efecto invernadero emite después del transporte (que representa un 22%). También genera el 92% de las emisiones de amoníaco, un compuesto que disminuye la calidad del suelo al acidificarlo.
En realidad, un filete de ternera de 100 gramos libera 2,7 toneladas de CO2 equivalente, mientras necesita 1.500 litros de agua por término medio para llegar al plato de un comensal; una cantidad muy superior a la de un modesto un plato de 100 gramos de lentejas, que genera apenas 1 tonelada de CO2 e implica un gasto de agua de unos 240litros. (Para el cálculo de la huella hídrica de los alimentos, la Fundación lanzó la aplicación para móviles We Eat Water, muy útil al incorporar también muchas recetas culinarias de todo el mundo).
Aunque las proteínas de las legumbres no son de la misma calidad nutricional que las de la carne, los dietistas las aconsejan por alto contenido en fibra y otros micronutrientes muy beneficiosos para la salud. Es un hecho que las legumbres son un alimento viable para casi toda la población del planeta, y la ONU ya viene señalando desde 2016, Año Internacional de las Legumbres, las ventajas de frijoles, habas, lentejas y vegetales afines para mejorar la salud y la sostenibilidad medioambiental.
Además las legumbres rinden mucha más proteína por kilómetro cuadrado, lo que significa que es posible frenar la deforestación para cultivar. También fijan el nitrógeno en los suelos, lo que enriquece los cultivos, reduce el uso de fertilizantes y mejora la salud del suelo.
¿Y la dieta de los pobres?
Incluir la huella de carbono y la hídrica es fundamental para calcular la sostenibilidad del sistema alimentario mundial. Aquí intervienen factores que muchas veces no se comunican adecuadamente a la población de los países industrializados, como la procedencia de los alimentos y sus necesidades de conservación, que implica gasto y emisiones de transporte y frigoríficos.
Esto es de gran importancia para evaluar la “realidad socioeconómica” que según el IPCC se debe tener en cuenta a la hora de aplicar estas dietas y evitar lo que muchas ONGs advierten: los peligros que, para los campesinos más pobres, conlleva “demonizar” la ganadería desde el punto de vista medioambiental.
El documento de los expertos climáticos suscribe muchas de las tesis del estudio de 37 científicos de 16 países que hace apenas un año publicó la prestigiosa The EAT-Lancet Commission on Food, Planet, Health y que se considera el primer plan científico de alimentación del mundo: Dietas saludables a partir de sistemas alimentarios sostenibles. El estudio se basa en la observación de los hábitos alimentarios de las personas de rentas medias y altas de los países industrializados y acaba recomendando una dieta muy similar a la mediterránea – con más preponderancia de vegetales y menos de las carnes – como la más sostenible si es la adoptada en todo el mundo. Sin embargo, el estudio no incide en las enormes diferencias en lo que respecta al consumo de alimentos y los sistemas de producción que existen en el mundo, hecho del que sí advierte el informe del IPCC.
En las zonas donde se concentra el hambre, muchos campesinos tienen que subsistir con almidones de baja calidad y tienen un acceso muy limitado a leche, carne, huevos y pescado. En amplias zonas del Sahel, miles de personas sobreviven con un puñado de mijo y un poco de leche de cabra; y en las zonas áridas azotadas por la sequía, las frutas y hortalizas de la dieta mediterránea idónea son un lujo inalcanzable para la mayoría, sin embargo allí muchas veces puede sobrevivir el ganado del que obtener leche o carne. La FAO indica que la ganadería es económicamente crucial para cerca del 60% de los hogares rurales en países en vías de desarrollo. En estas zonas, es una actividad que permite a la subsistencia de aproximadamente 1.700 millones de personas que viven en la pobreza, de las cuales un 70% son mujeres, colectivo en el que se ceban algunas enfermedades debidas a la malnutrición como, por ejemplo, la anemia ferropénica (falta de hierro) que afecta al 38 % de mujeres africanas en edad reproductiva.
Es evidente que la salud del ser humano y la del planeta van de la mano, pero las recomendaciones dietéticas medioambientales no deben seguir la división del mundo entre los ricos, que generalmente comen en exceso y alimentos de alto coste medioambiental, y los pobres, que sufren hambruna, desnutrición y son los más perjudicados por la emergencia climática. Es de desear que las resoluciones del COP 25 de Madrid permitan avanzar teniéndolo en cuenta.