Se le ha quedado el nombre de la Bóveda del Fin del Mundo, pero más allá de las connotaciones apocalípticas, la bodega de alta tecnología que acumula millones de semillas en la isla noruega de Svalbard, se ha concebido para garantizar que nuestra especie (Homo sapiens) pueda seguir cultivando alimentos en el futuro, independientemente de las catástrofes planetarias que puedan surgir. Se trata de una cámara situada a 1.300 kilómetros del Polo Norte, construida en el interior de un macizo rocoso a prueba de terremotos, erupciones volcánicas y explosiones nucleares. A 130 metros sobre el nivel del mar, quedaría muy por encima de las aguas en el caso de un total deshielo global.
Este banco de semillas es una consecuencia del Tratado Internacional sobre Recursos Fitogenéticos para la Alimentación y la Agricultura, redactado en 2001 por la FAO, en cuyo artículo 7 se señala la importancia de “fomentar actividades encaminadas a promover la conservación, la evaluación, la documentación, la potenciación genética, el fitomejoramiento y la multiplicación de semillas”.
La alarma emitida por la FAO se debió al progresivo deterioro de la agricultura tradicional frente a la presión de la industrializada y extensiva, que tiende al monocultivo, lo que ha causado una pérdida de especies cultivadas que ha ido en aumento estas dos últimas décadas.
La amenaza nuclear, primer precedente
Los requisitos de resistencia a los cataclismos han sido los que han provocado el calificativo de “fin del mundo” sin que esta contingencia apocalíptica estuviera en la idea inicial de la FAO. Sin embargo, hay una iniciativa, de la que poco se habló en su momento, que sí se concibió para preservar la especie humana y animal en el caso de una catástrofe global. En 1972, el patólogo Kurt Benirschke diseñó el primer zoológico congelado que se estableció en San Diego para salvaguardar las células vivas de animales en peligro crítico. En el zoo se toman materiales genéticos, como ADN o tejido vivo, que se almacenan a bajas temperaturas en cámaras de nitrógeno líquido también a prueba de catástrofes.
Mientras la cámara de Svalbard responde más a la amenaza de la acelerada pérdida de biodiversidad vegetal y especialmente agrícola, el zoo de San Diego se presenta como la garantía de salvaguardar las más de 44.000 especies (el 28 % del total de la biosfera) que están actualmente amenazadas de extinción. En plena Guerra Fría, el zoo congelado se planteó como una de las últimas líneas de defensa de nuestra especie ante un holocausto nuclear, una amenaza que recientemente ha vuelto a asomar a causa de las recientes tensiones geopolíticas.
¿Ante la sexta extinción masiva?
Biológicamente, una especie se considera extinta a partir del instante en que muere su último individuo. Una “extinción masiva” va más allá de la biología e incorpora a la paleontología y la geología: es la pérdida de por lo menos un 70 % de las especies a largo plazo (de centenares de miles a millones de años), o cuando un 10% o más se extingue en menos de un año.
Actualmente nos movemos todavía en un margen relativamente seguro, pero los últimos datos recogidos muestran una inquietante aceleración de la degradación de la biosfera a causa de la contaminación y el calentamiento global. Por ello, la apuesta internacional por estas cámaras de preservación de la vida, tal como la entendemos actualmente, ha motivado que la posibilidad de una extinción masiva tome cuerpo.
De ser así, sería la sexta en la historia de nuestro planeta. La práctica totalidad de los paleontólogos y geólogos coinciden en que en la historia de la vida en la Tierra ha habido cinco extinciones masivas; ocurrieron sucesivamente hace unos 443, 370, 252, 201 y 65,5 millones de años. En todas ellas, desaparecieron más del 70% de las especies. Destaca la tercera, la del Pérmico-Triásico, que se la conoce en la jerga científica como “La Gran Mortandad”, cuando hace 252 millones de años la biosfera perdió más del 96% de sus especies.
Las causas fueron los cambios climáticos (glaciaciones y sobrecalentamientos), la actividad volcánica masiva y los impactos de meteoritos, a veces una combinación de estos factores. Por ejemplo, se supone que la Gran Mortandad fue provocada por las erupciones volcánicas que acidificaron el suelo y el mar, y liberaron ingentes cantidades de gases a la atmósfera, lo que aumentó su temperatura unos 5ºC.
La extinción más famosa es la quinta, conocida como la de la extinción de los dinosaurios. Hace 65,5 millones de años, un meteorito de más de 10 km de diámetro impactó en las costas de la península de Yucatán. La energía liberada creó una onda de choque que barrió a cualquier ser vivo que se encontrase a cientos de kilómetros de la redonda, provocó enormes tsunamis y vaporizó miles de toneladas de rocas sulfurosas, que acidificaron los océanos y bloquearon el sol durante años.
Aprender de nuestros errores con el ciclo del agua
Un tercer proyecto de preservación confirma que la posibilidad de una extinción masiva está en la mente de muchos científicos y gobernantes. Más allá de las semillas y el ADN, la información es poder; preservarla en caso de catástrofe significa poder de supervivencia. En el caso de una extinción masiva, los humanos supervivientes, que a buen seguro los habría, podrían recurrir a la Caja Negra de la Tierra (Earth’s Black Box) en la isla de Tasmania, un monolito de acero construido con paneles solares y batería también resistente a todo tipo de cataclismos.
De una forma análoga a las cajas negras de los aviones, allí se encontrarán todas las informaciones relacionadas con los cambios de la temperatura de la tierra y el mar, la acidificación de los océanos, la cantidad de gases de efecto invernadero emitidos o el consumo de energía mundial.
Los discos duros integrados en el sistema ya han comenzado a registrar algoritmos y las conversaciones desde la celebración de la cumbre climática COP26 en Glasgow. Los datos climáticos referentes a los cambios en el ciclo del agua y sus consecuencias en las comunidades humanas constituyen la documentación más importante. La contaminación del agua dulce es la responsable del 80% de la degradación de los océanos y el cambio climático se manifiesta tanto para los humanos como para la biodiversidad a través de las alteraciones del ciclo del agua.
La finalidad de la instalación, que recuerda el contexto de la distópica saga Mad Max, es proporcionar datos eminentemente científicos a los hipotéticos supervivientes. Una valiosa información del proceso que nos habría llevado a la degradación de la biosfera más allá del límite habitable, con la esperanza de que ellos no repitan nuestros errores.
La biosfera siempre sobrevive
Los últimos millones de años el ritmo de desaparición de especies ha sido relativamente moderado; sin embargo, ha aumentado considerablemente hace un par de décadas, y recientes estudios desvelan que en la actualidad es varios órdenes de magnitud superior al de los dos millones de años anteriores. Esto puede desencadenar puntos de inflexión de consecuencias imprevisibles pero a buen seguro nefastas en el equilibrio de los ecosistemas.
Es una evidencia que este proceso es antropogénico. Aunque es pronto para asegurarlo, los climatólogos están estudiando si el enorme volumen de CO2 liberado podría provocar un escenario similar a de algunas de las catástrofes provocadas por las erupciones volcánicas.
Las extinciones masivas acontecidas hasta ahora muestran un evidencia: la biosfera siempre sobrevive. Por ejemplo, tras la Gran Mortandad del Pérmico-Triásico surgieron los dinosaurios, y el gran cataclismo que extinguió a éstos propició el ascenso de los mamíferos; es decir, provenimos de una extinción masiva.
Las cosas han cambiado: estamos en el Antropoceno y tenemos una visión antropocéntrica inevitable de lo que ocurre en la Tierra; nunca ninguna especie ha tenido el poder consciente de alterar su medio ambiente y lo hemos hecho. Es ya urgente que usemos este poder para evitar lo peor.