Durante el mes de abril, los habitantes de Kibera, el suburbio más pobre de Nairobi, tienen una preocupación adicional para sobrevivir: reparar las goteras que anegan sus precarias chabolas de suelo de tierra y techos de lona. Abril es el mes más lluvioso, pero también lo son mayo, noviembre y diciembre. Sin embargo, los chubascos de primavera y otoño permiten a muchos recoger agua limpia, un tesoro en el que es desde hace décadas el mayor tugurio de África.
No es el caso de Mitchel y Angle, protagonistas del corto Raindrops de Stephen Okoth, finalista de la categoría micro-ficción del We Art Water Film Festival 5. La obra rememora una historia real que ocurrió en Kibera durante uno de estos aguaceros de noviembre. Mitchel trata de achicar el agua que inunda su chabola mientras cuida de su hermana Angle, que cae finalmente enferma de neumonía.
Angle se salvó, pero el destino de otros niños de Kibera y del resto de los tugurios del mundo permanece ligado a la diarrea y la neumonía, endemias causadas principalmente por la falta de agua potable y saneamiento, lacras inseparables de las zonas urbanas marginales. Según UNICEF, en Kenia, estas dos enfermedades causan 151 muertes de niños y niñas por cada 1.000 nacimientos de bebés vivos.
¿Saneamiento? Esto es un tugurio
Hasta hace poco, Kibera no tenía agua y había que recogerla de la presa de Nairobi, adyacente al barrio. El agua de la presa, degradada por los residuos del propio tugurio, ha sido la causa de que la fiebre tifoidea y el cólera devinieran endémicas en el barrio. Ahora hay dos tuberías de suministro proveniente de una potabilizadora: una construida por el ayuntamiento de Nairobi, y otra por el Banco Mundial. Los residentes obtienen agua a tres KES (unos 0,03 dólares) por 20 litros. Es un precio asequible; sin embargo, para los que viven con menos de dos dólares al día, el agua de lluvia les permite un ahorro considerable para sobrevivir mejor.
La situación del saneamiento es peor. Como en casi todos lo tugurios del mundo es prácticamente inexistente: las chabolas han crecido de forma descontrolada y casi siempre ilegal, lo que ha provocado la inhibición del Gobierno y el ayuntamiento a la hora de proveer de instalaciones de alcantarillado. Tan sólo en las antiguas edificaciones hay inodoros; en el resto,una letrina es compartida en término medio por hasta 50 chabolas. Una vez llenas, los adolescentes se encargan por turnos de vaciarla y transportar su contenido al río Motoine-Ngong. Este cauce de agua, antaño la principal fuente de agua limpia de la presa de Nairobi, se ha convertido en una alcantarilla abierta que recibe también las toneladas de basuras que genera Kibera.
El crecimiento descontrolado del barrio ha impedido llevar a acabo la instalación del más elemental sistema de saneamiento. Tampoco ha habido interés gubernamental en ello. En la actualidad, una de las más efectivas acciones que se están realizando la lleva a cabo Umande Trust, una organización que nació en 2002 en Kibera con la finalidad específica de solucionar el grave problema del saneamiento del barrio. Su proyecto se ha basado en la construcción de 19 “bio-centros”, unas instalaciones a las que acude la gente a defecar en letrinas seguras y donde disponen de agua limpia y ducha.
Los residuos se descargan en un tanque subterráneo construido debajo de cada edificio del que se obtiene biogás, que se canaliza hacia una cocina comunitaria disponible para que la gente acuda a cocinar con agua potable. Los restos, digeridos anaeróbicamente por microorganismos, se retiran del tanque una vez al año y se venden como fertilizante agrícola. Las ganancias son invertidas en la comunidad, gestión de la que se encarga un comité elegido entre los usuarios de cada bio-centro. Umande Trust está implementando estas instalaciones, totalmente lideradas por la comunidad, en otros tugurios de Kenia.
La rehabilitación del cauce del río Motoine-Ngong está contemplada en un proyecto del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) que abarca todos los cauces hidrológicos que proveen de agua a Nairobi. Todos ellos han sido contaminados por los tugurios de la capital que ha sufrido ya varias crisis de suministro de agua que el cambio climático y el crecimiento demográfico amenazan con empeorar.
De bosque virgen a tugurio
La historia de Kibera puede considerarse paradigmática de la génesis de la mayor parte de los barrios degradados omnipresentes en las ciudades de los países del África Subsahariana.
Kibera, en la lengua de los nubios, significa “bosque”, y es lo que era a principios del siglo XX: un bosque virgen de unas 4.000 hectáreas, a unos cinco kilómetros del centro de Nairobi, la capital de Kenia. En 1912, el gobierno colonial británico decidió parcelarlo para pagar los servicios de los soldados nubianos de origen sudanés que habían pertenecido a los King’s African Rifles.Era un regimiento que sirvió a la corona británica en la Primera Guerra Mundial y en el mantenimiento de sus posesiones en África oriental desde 1902 hasta el final de la época colonial, en la década de 1960.
Muchos nubianos vendieron sus tierras, mayoritariamente a los kikuyu, la tribu mayoritaria en Nairobi, y otros se instalaron en sus parcelas. El bosque comenzó a poblarse absorbiendo inquilinos pobres de la ciudad, hasta que en 1928 los británicos transfirieron Kibera al ayuntamiento de Nairobi. Los nubianos fueron considerados colonos a efectos de propiedad de la tierra y fueron progresivamente despojados de sus derechos pasando muchos de sus terrenos a manos municipales. Fue el inicio de la degradación del territorio, que se acentuó con la independencia de Kenia en 1963. En 1965, el barrio contaba con 6.000 habitantes; en 1980, 62.000, y en 1998 se alcanzó el medio millón. Kibera se convirtió en un destino migratorio de los que huían de la pobreza rural, de los conflictos étnicos y de las constantes guerras en los países vecinos.
Según ACNUR, los principales países de procedencia de los migrantesa Kenia fueron en 2019, Somalia (43,35 %) Uganda (29,62 %) y Sudán del Sur, (8,50 %). Este flujo de desplazados acabó mayoritariamente en los tugurios mezclándose con la propia migración interna de kenianos provenientes de las zonas rurales. En Kibera no se disponen de datos exactos, pero ONU Habitat señala que hasta ocho o más personas viven en chabolas que rara vez alcanzan los 12 metros cuadrados. El alquiler de estas precarias viviendas, sin agua ni electricidad, puede alcanzar los 700 KES (6,5 dólares) mensuales.
Nadie sabe con seguridad cuánta gente vive en Kibera, cuya tasa de crecimiento anual aproximada es del 17 %. Las estimaciones varían desde los 250.000 que afirma el Gobierno, hasta el millón que anuncian algunas ONG. ACNUR y ONU Habitat estiman que unos 2,5 millones de personas, el 60% de la población de Nairobi, vive en varios tugurios que ocupan menos del 6% del terreno residencial de la capital, entre los que se incluye Kibera.
Sin trabajo por la pandemia
Oficialmente ha habido alrededor de 2.100 muertes por covid-19 en Kenia, aunque algunos expertos creen que la cifra real podría ser mucho mayor que eso. La falta de servicios sanitarios suficientes contribuye a la inexactitud de los datos de la propagación del coronavirus. Lo que sí es evidente es el impacto económico negativo que han tenido para su población las restricciones del confinamiento. La zona industrial de Nairobi, cercana a Kibera, emplea hasta el 50% de la mano de obra disponible, generalmente en trabajos poco cualificados. Ésta es la base de la entrada de dinero en el barrio, una fuente de ingresos se ha visto gravemente mermada. La pandemia ha truncado también los planes de formación y educación para los jóvenes, la comunidad de parados más conflictiva y generadora de violencia, cuyas disputas se añaden a los numerosos conflictos tribales existentes.
Kibera necesita agua, saneamiento, electricidad y sanidad, pero sobre todo una gobernanza efectiva que gestione adecuadamente los derechos de tenencia de tierra, proporcione educación, empleo y garantice la seguridad. Acabar con los tugurios es una obligación internacional. Son un síntoma de los desequilibrios sociales, económicos, políticos y culturales que lastran el camino hacia los ODS. En un mundo en el que las ciudades crecen sin parar, evitar la degradación humana que significa el hacinamiento en chabolas es una obligación ética y medioambiental imprescindible. Los Gobiernos deben recibir ayuda, pero también deben acabar con el abandono y la ocultación de una injusticia lacerante.