En marzo de 2015, Bill Gates dio una conferencia en la plataforma TED en la que advirtió – de hecho pronosticó – que uno de los mayores peligros para la humanidad era una pandemia vírica que se transmitiera por vía respiratoria. El filántropo explicó que, a diferencia de la epidemia de ébola que había asolado zonas de África, una enfermedad que no obligará en sus primeros estadios a guardar cama, que no desarrollara síntomas en muchos infectados y que se transmitiera por el aire podría llegar a ser globalmente letal para una sociedad interconectada y fundamentalmente urbana.
La charla del expresidente de Microsoft, e impulsor de la Fundación Bill & Melinda Gates, alcanzó una gran difusión en las redes sociales; sin embargo, casi nadie reaccionó ante su advertencia. Para la mayor parte de la población y los gobiernos, las crisis del ébola, el SARS y la gripe aviar- las más recientes en aquel momento – quedaban lejanas en el espacio y el tiempo, y el sida se había convertido en una enfermedad crónica controlable médicamente. Quizá por la misma razón, cuando en septiembre de 2019 la OMS publicó su Informe anual sobre preparación mundial para las emergencias sanitarias, nadie pareció inquietarse de que en el texto se hiciera una referencia explícita al riesgo de una pandemia provocada por una enfermedad de transmisión respiratoria con graves consecuencias mortales y económicas para toda la humanidad.
De bruces con las evidencias
Tanto Gates como la OMS se basaban en previsiones obtenidas por modelos matemáticos, como los que ahora se siguen desarrollando y que consideran tres factores determinantes: la alteración del entorno natural, la profusión de los transportes aéreos y la aglomeración urbana. Apenas cinco meses más tarde del informe de la OMS, la pandemia de la covid-19 asolaba el mundo.
Históricamente hemos demostrado que a nivel colectivo sólo reaccionamos cuando nos damos de bruces con el problema. Las advertencias caen en saco roto en el mundo industrializado, que casi siempre confía ciegamente en su capacidad de reacción tecnológica.
Una situación similar a la sanitaria está ocurriendo con la alarma por el cambio climático y el deterioro medioambiental, dos fenómenos con los que está directamente relacionada la crisis del agua. Desde hace por lo menos tres décadas que los informes científicos alertan, con datos incuestionables, del calentamiento atmosférico, de la contaminación, de la mala gestión del territorio y del creciente desequilibrio económico y demográfico. Sin embargo, han hecho falta, sequías recurrentes, incendios forestales devastadores, la fusión de los hielos polares y alpinos, la aparición de animales prehistóricos enterrados en el permafrost, el alargamiento de la temporada de huracanes, las crisis hídricas en grandes ciudades y un largo etcétera de anomalías impactantes para que la sociedad percibiera el problema, se sensibilizara y comenzara a dejar de “aplazar” las acciones necesarias.
El negacionismo muta, pero sigue ahí
El fenómeno negacionista, que con todas sus variantes ha acompañado desde siempre a la crisis climática, también hizo su aparición con la covid-19. Un aspecto positivo, aunque pueda parecer paradójico, es que el alud de evidencias directas que, a medida que pasaban los meses iba ofreciendo la pandemia – colapso hospitalario y muertes -, el negacionismo iba perdiendo adeptos. Sin embargo, los que permanecían en la negación se radicalizaban, reafirmándose en las supuestas conspiraciones, a la nocividad de las vacunas y al fomento de la desconfianza en el método científico, desprestigiando a biólogos y epidemiólogos, y a las normativas gubernamentales basadas en sus conclusiones.
Es muy similar a la evolución de la postura frente a las evidencias del cambio climático. Son ya pocos los que niegan que existe un cambio, pero sigue existiendo un núcleo radicalizado de negacionistas que niega sus causas antropogénicas y presenta a los científicos que las que las respaldan como farsantes vendidos a poderes antisistema.
La “era post-covid”
El duro golpe de la pandemia ha hecho ver a muchos que las cosas no funcionaban como inconscientemente pensábamos (o nos hacían pensar), y que no estamos ni tecnológica ni gubernativamente preparados para afrontar crisis colectivas. La pandemia nos ha hecho ver en pocos meses lo que la crisis medioambiental lleva haciendo en décadas: cambia la escala del tiempo, pero no la universalidad del problema, que precisa un cambio radical de rumbo que lleve a una acción inmediata.
La sociedad civil ha quedado ansiosa ante la deriva mostrada por sus líderes frente a la pandemia, del mismo modo que está confundida ante la falta de toma de decisiones unitarias respecto a la lucha contra el calentamiento global, la contaminación y las crisis hídricas. El cambio de liderazgo en EEUU ha abierto nuevas expectativas esperanzadoras para afrontar un mundo en el que las amenazas han cambiado y ahora más que nunca precisa de soluciones multilaterales basadas en la ciencia que abarquen todas las actividades sociales y económicas.
Filósofos, sociólogos, científicos y economistas hablan abiertamente de un cambio de época, incluso de era – la “era post-covid” la llaman, con el 2021 como “año cero”- y sitúan a la humanidad frente a un futuro que nunca en la historia había sido más incierto.
Compartir los factores de riesgo en una constante adaptación al cambio
Tenemos que aprender a vivir conscientes de que lo hacemos con factores de riesgo compartido, tanto por lo que respecta a la salud como al clima y el medio ambiente. La alteración del ciclo del agua en la Tierra no sólo comportará más sequías e inundaciones sino que su efecto, combinado con los cambios de temperatura, puede provocar un fenómeno de retroalimentación positiva del calentamiento atmosférico, como el que los científicos advierten que puede ocurrir con el deshielo del permafrost ártico al liberar grandes cantidades de metano.
Otro ejemplo lo proporciona el océano. Los desequilibrios en las cadenas tróficas, como puede ocurrir en las recientemente descubiertas bacterias que digieren el plástico, son una amenaza para el equilibrio del ciclo del carbono, que a su vez determina el nivel de calentamiento atmosférico y en consecuencia el clima. Todo está relacionado, y a escala planetaria.
Para los más de 7.800 millones de habitantes de la Tierra, cada vez es más frágil la relación con la naturaleza, y la ciencia lleva décadas avisando. Cualquier variación de las condiciones de los sistemas en los que vivimos puede desencadenar consecuencias inciertas. A medida que la ciencia profundiza en un fenómeno surgen nuevas variables y aumenta la complejidad.
La certeza de hoy puede alterarse mañana. Los espectaculares avances tecnológicos nos ocultan muchas veces que sabemos muy poco de los virus, del clima, del ciclo del agua…. La liquidez de nuestra sociedad es evidente y es un sino de la nueva era: tenemos que adaptarnos constantemente a los cambios, éste es el gran reto de la resiliencia. El método científico, basado en la honestidad de la observación y la humildad de la dialéctica, es el mejor activo que tenemos para comprender que todos navegamos en un mismo barco y que ya nadie puede aislarse en su bienestar. Los riesgos sanitarios, climáticos e incluso económicos se han vuelto colectivos, y la solidaridad permitirá que los afrontemos con éxito.