Desde la firma del Protocolo de Kyoto en 1997, la contención de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) ha sido la principal preocupación medioambiental que ha trascendido a la opinión pública del mundo industrializado. Durante las siguientes dos décadas se ha venido incrementando la alarma por el calentamiento global atmosférico, a la vez que el concepto de sostenibilidad se ha mostrado cada vez más complejo. Las sucesivas Conferencias de las Partes (COP), herederas del Protocolo de Kioto, han ido mostrando al mundo las limitaciones de la mitigación, y la necesidad de desarrollar soluciones de adaptación ante la evidencia del cambio climático y la degradación medioambiental.
¿Cómo y quién?
Desde Kioto hasta la actualidad, la ciencia ha introducido nuevas variables en la cada vez más complicada ecuación de la sostenibilidad. La acidificación del océano y el retroceso de los bosques, el acelerado deshielo de los casquetes polares y del permafrost, y el aumento de la contaminación de las aguas dulces son hechos emergentes que se suman a la emisión de gases para configurar un escenario más que preocupante.
La humanidad, que no para de crecer con profundos desequilibrios socioeconómicos, experimenta un cambio de paradigma: la “mitigación” ha acabado compartiendo el protagonismo con la “adaptación” en el diagnóstico científico de la crisis, del mismo modo que el “medioambiente” lo ha hecho con el “clima”. La nueva situación viene con una ventaja esperanzadora: las soluciones deben nacer de un planteamiento global y deben ser asumidas por todos.
Y ahí radica la dificultad. Si bien tenemos claro el “qué”, la controversia viene del “cómo” y, principalmente, del “quién” debe asumir la responsabilidad de las acciones necesarias. Un ejemplo de este problema es la inconsistencia del principio “quien contamine que pague”, puesta en evidencia por la incapacidad del mercado de bonos de carbono que, al no estar adecuadamente regulado, fía a los impuestos la lucha por la descarbonización de la economía. Es un modelo que se está mostrando poco efectivo, por especulativo, y además injusto para las economías más débiles que son las que menos GEI emiten. La pasada COP 25 de Madrid acabó con un fracaso político para lograr un acuerdo, y se trasladó a las COP 26 de Glasgow del próximo noviembre el mandato de “asegurar los mayores esfuerzos” para lograrlo.
Tres huellas, una estrategia
Por otra parte, durante esta última década, la ciencia económica ha logrado significativos avances al desarrollar, con las ciencias ecológicas y las geográficas, nuevas herramientas para detectar y analizar los problemas medioambientales. El concepto de la “huella ecológica”, un indicador para medir el impacto de las actividades humanas en la naturaleza, se definió simultáneamente al de la “huella de carbono”, nacidopara medir la producción de gases de efecto invernadero. Pocos años después, nació la “huella hídrica” para calcular el volumen de agua consumido en la producción de bienes y servicios.
El estudio detallado de la huella hídrica permitió dar una nueva perspectiva a la economía de la sostenibilidad al cuantificar el volumen de agua implícito en el comercio internacional. Ha permitido identificar países “exportadores” e “importadores” de agua, lo que es fundamental para avanzar en el conocimiento del estrés hídrico y prever su evolución e impacto económico. También es muy útil para sensibilizarnos de que la mayor parte del agua que consumimos no está en la factura, sino oculta en cada objeto o alimento, en nuestros viajes y en nuestro trabajo; es la que se usa en la cadena de suministro de bienes y servicios.
La huella hídrica muestra así su estrecha relación con la huella ecológica y la de carbono. El consumo excesivo y la contaminación del agua implica emitir gases y deteriorar el capital natural. Cuánta más agua se importa, mayor huella de carbono se está generando en el transporte. La contaminación del agua, contabilizada también en la huella hídrica, es uno de los principales factores que incrementa la huella ecológica.
Estos indicadores son tres herramientas básicas para evaluar el capital natural. Altos valores de los tres coeficientes suelen señalar daños al medio ambiente con un alto grado de irreversiblidad. Su uso simultáneo es efectivo tanto a nivel de país, ciudad, empresa o proyecto, tanto colectiva como individualmente. Constituyen también una buena herramienta de sensibilización respecto a la cantidad que recursos naturales que usamos y la cantidad de que disponemos en la naturaleza, y conducen a plantear cualquier estrategia desde una perspectiva global en la que nada debe ser considerado aisladamente. También permiten clarificar la importancia del binomio agua-energía, que es la clave para la sostenibilidad del planeta y el eje en el que deben articularse todas las soluciones que nos conduzcan a un mundo justo.
Mientras las potencias industrializadas asumen la lucha contra el cambio climático como una batalla para para conseguir el liderazgo de la economía mundial, la naturaleza sigue deteriorándose y amenaza con arrastrar a los que luchan por el acceso al agua y al saneamiento para sobrevivir. La tan cacareada transición energética debe realizarse desde una perspectiva global más allá de la reducción de las emisiones de gases e incorporar el agua, el medio ambiente y la economía de los más pobres para que cuadren los ODS en 2030.