En contra de lo que piensan muchos, en los desiertos hay vida, mucha vida, y los oasis son una de sus múltiples manifestaciones. El agua, cuando aparece en la aridez del suelo, desencadena asombrosas transformaciones. La imagen más habitual de un oasis es la de un estanque de agua rodeado por un anillo de arbustos y árboles que a su vez está rodeado por matorrales. Más allá, la inmensidad de las dunas de arena.
El agua de los oasis proviene del subsuelo. Generalmente son acuíferos milenarios; algunos la guardan desde la época en que los desiertos eran verdes y llovía; otros acumulan la que se filtra rápidamente por la arena sin apenas evaporarse en los efímeros periodos lluviosos.
En muchos casos, los oasis deben su formación a la dinámica de las dunas que, impulsadas por el viento, ondulan la arena de un modo similar a las olas del mar. En su constante movimiento, las dunas forman crestas y hondonadas que ocasionalmente son muy profundas y llegan a la capa freática. Surge entonces un manantial que forma un estanque. Puede ser el inicio de un proceso que ha fascinado a los ecólogos.
Una asombrosa retroalimentación
El afloramiento del agua subterránea provoca una explosión de vida que permanecía latente: las semillas transportadas por el viento, que han permanecido mezcladas con la arena, germinan y crean un manto vegetal alrededor del agua. Si estas primeras plantas aguantan, favorecen el inicio de un proceso de retroalimentación: sus raíces retienen el suelo y la humedad; el viento hace llegar más vida vegetal, como las plantas que los botánicos denominan “anhidrobióticas”, que ante la ausencia de humedad son capaces de degradar su clorofila y replegarse, resecas, en forma de una bola ligera que rueda sobre la arena; por otra parte, los animales, atraídos por el agua, depositan sus heces, aportando más semillas e insectos.
Se produce entonces una carrera a contra reloj contra las dunas. Si el manto vegetal creado es lo suficientemente extenso y las plantas consiguen arraigar y establecerse antes de que la arena vuelva a cubrir el cuerpo de agua, el sistema logra crear suelo “nuevo”. En muchos casos ese suelo se aprovecha de la riqueza en nutrientes de la arena, como la que tienen amplias zonas del Sahara que antaño se secaron dejando el polvo de los exoesqueletos fosilizados de algas y otros animales. Este polvo en suspensión es el que viaja a través del Atlántico, impulsado por los alisios, nutriendo las selvas americanas, y en los oasis fortalece la masa vegetal y la hace aumentar.
En este punto, si el oasis alcanza un tamaño suficiente, desarrolla un sistema de brisas térmicas que genera un microclima: la vegetación refresca el aire del oasis, en contraste con el desierto circundante más cálido; el aire caliente sobre la arena asciende y, al enfriarse, desciende sobre el oasis cuyo aire más frío se desplaza fuera, hacia el desierto. Este ciclo tiende a refrigerar el entorno del oasis y multiplica la retroalimentación al ayudar a expandir la vegetación.
El proceso culmina en lo que se denomina “sucesión ecológica primaria”: la formación de un ecosistema complejo radicalmente distinto al simple y yermo que existía anteriormente. Es el triunfo del agua sobre la aridez.
Decisivos en la historia de la humanidad
Estos oasis pueden durar milenios, y han desempeñado un papel crucial en la historia de la humanidad al proporcionar fuentes de agua en medio de los desiertos. Los paleontólogos suponen que hace entre 1,8 y 1,5 millones de años, los Homo habilis, unos homínidos, ya sin pelo, que desarrollaron el sudor como mecanismo de termoregulación y pasaron a depender de beber agua para hidratarse, se desplazaron a la sabana y atravesaron desiertos siguiendo los oasis. También fueron cruciales en la expansión del Homo sapiens hacia Asia, gracias que estos primeros humanos fueron capaces de interpretar las señales geológicas y del paisaje para detectarlos.
Los más famosos oasis están ligados a las rutas comerciales claves como los de Egipto, que ya fueron citados por vez primera por Heródoto, hacia el siglo V a. e. c. El de Siwa, se cree que ha sido habitado desde la época de los faraones.
Otro oasis histórico es el de Kashgar, en China, situado en la Ruta de la Seda en el desierto de Taklamakan, que permitió la creación de una ciudad de 2.000 años y fue un punto de paso de las caravanas que unían China con Europa a través de Asia Central. La propia Ruta de la Seda trazaba su curso de pozo de agua en pozo de agua, y de oasis en oasis.
Los viajeros, reunidos en el oasis, compartían un código ético que aún hoy perdura entre las comunidades: el derecho al agua debe ser compartido por todos por encima de cualquier rivalidad comercial o diferencia cultural. En los oasis reinaba una confraternidad que hoy parece que estamos perdiendo.
Salvar los oasis
En la actualidad, los oasis siguen siendo vitales para muchas comunidades en las zonas más áridas del mundo. En algunas regiones, los oasis son áreas habitadas y cultivadas de manera activa, donde los manantiales y los acuíferos son vitales para el cultivo y la ganadería. Esto ha llevado a muchos casos de degradación por sobreexplotación del agua. Según ONU Agua, las presiones de la acción humana sobre los oasis, calificados como humedales, unidas al cambio climático, están amenazando con hacer desaparecer muchos de estos entornos.
Debemos proteger a los oasis y aprender de ellos. Son un libro abierto del poder del agua y ejemplos fascinantes de cómo la vida puede prosperar en entornos desérticos. Atesoran también la memoria de las técnicas tradicionales de cultivo de las comunidades que desde la antigüedad los han habitado y que hoy necesitamos recuperar más que nunca.