Antes de la irrupción del SARS-CoV-2, las pandemias parecían amenazas anacrónicas para el mundo desarrollado. Seguros de sus avances médicos, con acceso al agua limpia y al saneamiento, y con unos hábitos higiénicos instaurados en su cultura, los habitantes de los países ricos creían que episodios como el de la gripe española, de principios del siglo XX, no volverían a suceder. No se las consideraba como un desastre capaz de universalizarse, sino más bien se percibían como enfermedades propias de los países tropicales pobres, sin un sistema sanitario eficaz y con notables deficiencias de acceso al agua y al saneamiento. La covid-19 ha acabado con este esquema.
La actual pandemia es un “desastre natural”, un término que popularmente se reservaba a las inundaciones, las sequías, los terremotos, los huracanes y otras convulsiones de la naturaleza, pero que la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR) siempre ha tenido en la lista de amenazas para la humanidad. Su carácter biológico cambia el escenario habitual: es un virus que actúa mediante el contagio; ya no se trata de un desastre aislado geográficamente, afectando a un determinado sector social o económico, sino que se expande de forma universal.
Cuando se habla de desastres “naturales”, la UNDRR hace una necesaria diferenciación entre los “desastres” y los “fenómenos” que los provocan: los fenómenos sí que son naturales, pero los desastres se producen por la acción del hombre en su entorno. Por ejemplo, una inundación por el desbordamiento de un río es un fenómeno natural; es la presencia de asentamientos humanos en la zona inundada lo que crea la posibilidad de desastre. A la hora de evaluar los riesgos de desastres y prevenirlos, hay que tener en cuenta la ecuación que se maneja tradicionalmente en geografía como base de todos los estudios:
Riesgo = Fenómeno peligroso x Exposición x Vulnerabilidad
La comprensión de los conceptos de exposición y vulnerabilidad es la base de cualquier política de prevención y actuación. En el caso de la covid-19, el fenómeno desencadenante es la enfermedad, un proceso biológico que aporta variables muy específicas: afecta a todas las actividades humanas, en todos los espacios, y en su expansión juega un papel decisivo la conducta humana individual.
En una pandemia como la de la covid-19 la evaluación de los riesgos entra de lleno en factores antropogénicos. La exposición a la enfermedades inevitable, pero la irresponsabilidad de las propias personas y de sus gobernantes incrementa de forma decisiva esta variable. Lo mismo ocurre con la vulnerabilidad, un factor en el que la pobreza o la falta de recursos se suman a la edad de las personas o a su inmunodeficiencia para hacerlo letal. También la generación del fenómeno, la enfermedad, tiene causas antropogénicas: la invasión y degradación de los hábitats naturales ha provocado un incremento de la zoonosis, la transmisión de enfermedades de los animales a los humanos, un factor que habrá que tener en cuenta en el futuro.
La prevención, asignatura pendiente de la humanidad
Los fenómenos peligrosos son inciertos. La ciencia actual puede prevenir con notable exactitud los fenómenos meteorológicos como los huracanes, pero con mucha menos precisión los climáticos como las sequías, y su capacidad de previsión es aún menos solvente en fenómenos como los terremotos. Las pandemias pertenecen a este grupo de desastres más inciertos: no se puede prevenir cuándo surgirán, pero sabemos con certeza que, tarde o temprano, lo harán.
Para mitigar el impacto de estos desastres, la UNDRR estableció en 2015 el Marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres 2015-2030, que fue aprobado en la Tercera Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la Reducción del Riesgo de Desastres. Este acuerdo, establecido en Sendai (Japón), brindó a los países una oportunidad para poner en marcha medidas concretas para avanzar en el conocimiento de los factores de riesgo y establecer estrategias y protocolos de actuación para reducir los factores de exposición y vulnerabilidad.
La UNDRR, señaló el alto precio de los desastres. Entre 2005 y 2015, más de 700.000 personas murieron, más de 1,4 millones sufrieron heridas y alrededor de 23 millones se quedaron sin hogar. Globalmente, más de 1.500 millones de personas se vieron perjudicas en diversas formas y se generaron 144 millones de desplazados. Las mujeres, los niños y las personas en situaciones de vulnerabilidad fueron los más afectados. Las pérdidas económicas totales ascendieron a más de 1,3 billones de dólares.
En todos los países, aunque de forma significativa en los más pobres, el grado de exposición de las personas y los bienes ha aumentado con más rapidez de lo que ha disminuido la vulnerabilidad. La ciencia advierte que los desastres, como las inundaciones, los incendios, las sequías y las propias pandemias, aumentarán en frecuencia e intensidad por el cambio climático y la degradación medioambiental. Estamos ante un serio obstáculo en el progreso hacia los ODS en 2030.
La pandemia actual ha puesto de manifiesto que tiene que haber un enfoque preventivo del riesgo de desastres más amplio y más centrado en las personas para que la prevención sea eficaz. Deben adoptarse medidas más específicas para luchar contra otras causas subyacentes que generalmente pasan desapercibidas entre la opinión pública, como la pobreza y la desigualdad, la falta de recursos sanitarios y la urbanización rápida y no planificada que deteriora los recursos hídricos y no garantiza el acceso al agua y al saneamiento. Deben considerase también las migraciones y los subsiguientes alteraciones demográficas debidas a conflictos violentos, a errores de gobernanza y a la corrupción política. Pero es la falta de incentivos para las inversiones tanto privadas como públicas en la reducción del riesgo el factor más preocupante.
Este último factor económico es fundamental. En 2015, la inversión en reducción de riesgo de desastres era 20 veces menor que lo que se destina a atender las emergencias humanitarias debidas a los mismos. Es decir, en la actualidad el mundo vive ajeno al viejo dicho de “más vale prevenir que curar”. Desde entonces, en estos últimos cinco años, esta tendencia no se ha revertido y las necesidades humanitarias han ido en aumento y sobrepasan actualmente la capacidad financiera para atenderlas. Aún no hay datos definitivos, pero la covid-19 empeorará notablemente el panorama.
Sin embargo, los estudios del Banco Mundial son explícitos: cada dólar invertido en reducir el riesgo de desastres ahorra entre cuatro y quince dólares en la recuperación de los daños causados por ellos. Las iniciativas de cooperación internacional parten siempre de esta premisa, que ahora, tras la pandemia del coronavirus, se incrementará sin duda al alza.
¿Un problema de márketing?
¿Qué dificulta esta ausencia de inversión? Según Mami Mizutori, representante especial del Secretario General de las Naciones Unidas en la UNDRR, la financiación para la prevención de riesgos se encuentra ante un desafío de márketing. Según el experto, el problema es convencer, en un mundo de recursos limitados, de la necesidad de realizar acciones e inversiones para que algo que podría suceder, no suceda. Los beneficios de tal inversión siempre se evidenciarán a largo plazo y serán de cálculo complejo; pero los costes de la inversión siempre son inmediatos y cuantificables con exactitud, y esto siempre es un lastre a la hora de fomentar iniciativas.
La buena comunicación a la ciudadanía de los factores que configuran el riesgo es fundamental. Aquí de nuevo se evidencia la necesidad de incluir en los sistemas educativos la concienciación en la importancia de la conducta humana en los factores de exposición y vulnerabilidad. En este sentido, la pandemia de la covid-19, con sus graves consecuencias económicas mundiales, ha generado un cambio en la percepción de estos factores; un cambio que ya es visible en los medios de comunicación y las redes sociales. La prevención salva vidas, y ahora la necesitamos más que nunca.