Los ODS se basan en la definición de sostenibilidad, un término cuya comprensión por parte de la opinión pública pasa por horas bajas. “Sostenible” es un adjetivo que acompaña a la mayor parte de productos: la ropa de vestir los envases, las bolsas del súper y los coches eléctricos; hasta el agua mineral se extrae de forma sostenible de su manantial. La sostenibilidad es un objetivo de las empresas modernas que se rigen por criterios ESG (Environmental, Social, and Governance), algo imprescindible para su imagen de marca y para atraer inversores, ya que los analistas financieros estudian las políticas ESG para evaluar el riesgo y el rendimiento a largo plazo de cualquier inversión.
Mucha publicidad informa honestamente de cómo una empresa tiene en cuenta los criterios ESG a la hora de producir: cómo se ahorra energía y agua, la forma en que se exige la ética del comercio justo en las cadenas de distribución o la igualdad de género; pero también la promesa de la sostenibilidad se usa en todo tipo de procesos de greenwashing por empresas que hacen creer a los consumidores que comprando sus productos están contribuyendo de forma activa a salvar el medio ambiente, lo que no es del todo cierto ni mucho menos.
Una definición que ha quedado incompleta
Esta banalización y sobreutilización de la “sostenibilidad” llega en mal momento, pues necesitamos más que nunca tener las ideas claras sobre su significado. Uno de los desencadenantes del problema viene de la ambigüedad de los términos de su propia definición, que no han evolucionado de forma acorde con la cultura de las últimas décadas.
El término “sostenibilidad”, tal como lo aplicamos actualmente al medio ambiente, fue acuñado en 1713 por Hans Carl von Carlowitz, un administrador de minas alemán muy preocupado por la explotación abusiva del entorno que hacía la minería y muy especialmente la industria maderera. En su obra Sylvicultura Oeconomica, propuso el término nachhaltigkeit, sostenibilidad en alemán. Von Carlowitz definía con claridad aritmética el concepto: “no extraer más de lo que la naturaleza puede reponer”.
En 1987, la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo de la ONU publicó el informe Nuestro Futuro Común, elaborado por una comisión encabezada por la doctora Gro Harlem Brundtland, entonces primera ministra de Noruega. Allí surgió el concepto “desarrollo sostenible”, que usamos ahora en la definición de los ODS: “el que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”.
¿Qué entendemos por “necesidades”?
Esta definición añade algo más a la visión contable de von Carlowitz, pero introduce términos un tanto ambiguos. ¿Qué entendemos por “necesidades del presente”? y, lo más importante, ¿Cuál es el concepto que se encierra en las “necesidades de las generaciones futuras”? ¿De qué futuro estamos hablando?
El término “necesidades” es socioeconómico y por tanto debe contextualizarse. En el mundo económicamente desarrollado la mayor parte de los productos de consumo no son imprescindibles para la supervivencia: automóviles, prendas de vestir, segundas residencias… Buena parte de los presupuestos familiares se destinan a productos que en otras sociedades más pobres en muchos casos no existen o los consumen una minoría privilegiada. ¿Suponemos que las generaciones futuras de los económicamente más débiles deberán acceder a ellos? ¿Es esto desarrollo sostenible? Es evidente que si queremos frenar la crisis climática y medioambiental, no. Maticemos pues quién necesita qué ahora y quién lo hará en el futuro.
Un buen contexto para la reflexión: las necesidades de agua
El acceso al agua crea un contexto muy apropiado para ayudarnos a reflexionar sobre ello. En términos absolutos todo el mundo necesita agua para vivir: beber, cocinar y lavarse. Sin embargo, si consideramos los diversos usos que diferentes grupos de personas dan al agua, y qué exigencias manifiestan, vemos enormes diferencias.
Uno de los factores que muestran el gran contraste que marca el poder económico de la población es el consumo de agua. A mayor riqueza, más agua se utiliza, tanto a nivel de países o dentro de cada comunidad. Entre los habitantes de la ciudad etíope de Hindeysa, que consumen 5 litros diarios por persona, y los de Nueva York, que por término medio utilizan 473, hay una enorme escala de usos que van desde el agua para sobrevivir a la necesaria para ducharse dos veces al día, usar diariamente la lavadora y el lavaplatos, regar las plantas de la terraza, lavar el coche y llenar el jacuzzi. ¿Cuáles son las necesidades futuras de los hijos y nietos de hindeysenses y cuáles la de los neoyorquinos? ¿Qué futuro evocan los escolares de ambas ciudades al estudiar el ODS 6?
Quién necesita que el agua sea potable
Según el PCM, en 2015, había en el mundo 460 millones de personas que consumían agua de un acceso no mejorado (agua de pozos excavados o manantiales sin garantías de salubridad) y 159 millones lo hacían de aguas superficiales (charcas, lagos, o ríos). En 2020, hubo una cierta mejora: los que accedía a fuentes sin garantías eran 367 millones y los que lo hacían a aguas superficiales 121; sin embargo, pese a ser significativo, la propia ONU reconoce que el avance no augura que el ODS 6 logre cumplirse en 2030.
Así pues, en 2020 eran más de 488 millones de personas las que bebían, cocinaban y se lavaban con un agua sin ningún control sanitario, la inmensa mayoría en los países en vías de desarrollo. Son datos que encierran una realidad terrible que añade complejidad a la evaluación de las necesidades implícitas en el ODS 6. ¿Cómo lograr el pleno acceso al agua para todos ellos y que este derecho se mantenga en el futuro?
Lo mismo podemos decir de los que tienen que desplazarse a por agua: 1.235 millones de personas en el mundo tienen su fuente de agua a menos de 30 minutos (ida, espera y vuelta) de su domicilio, mientras que 282 millones lo tienen más lejos. Sólo en África, más de una cuarta parte de la población, la gran mayoría mujeres, sobrepasa esa media hora andando para ir y volver de la fuente de agua.
¿Qué significa la sostenibilidad de estas mujeres? Evidentemente no lo mismo que para los que viven en chalés con piscina. Este contraste también existe desde la perspectiva de la contaminación: mientras que los habitantes de las ciudades ricas ni siquiera contemplan la posibilidad de que el agua que beben se contamine algún día, otros necesitan urgentemente que deje de estar contaminada para dejar de enfermar y morir prematuramente
Agricultura industrializada y agricultura de subsistencia
La meteorología adversa también muestra otro profundo contraste entre las necesidades de los agricultores. La agricultura industrializada, por ejemplo de la cuenca mediterránea europea, sufre cada vez más sequías severas, granizo y heladas. Cuando esto sucede, los agricultores recurren a pólizas de seguros, fondos de garantía y programas de asistencia técnica de la Unión Europea; sufren pérdidas económicas, pero disponen de recursos paliativos. La mayoría de agricultores del Cuerno de África o del Sahel no tienen casi ninguna protección administrativa; para ellos una sequía prolongada significa una hambruna que les lleva a la migración o la muerte. ¿De qué necesidades hablamos en cada caso?
El camino a la sostenibilidad planetaria nos obliga a responder a esta pregunta. La ONU no da pie a la confusión en este sentido, pues las 169 metas asociadas a los 17 ODS están construidas considerando a los que menos tienen como la referencia de partida.
Sin embargo, el mundo desarrollado es el que marca la pauta. Es el que más ha desequilibrado el planeta y por consiguiente es también el que debe liderar el trabajo para que los ODS, aunque no se logren totalmente, se vean por lo menos tangibles en 2030. Reflexionar sobre las diferentes necesidades entre los más ricos y los más pobres es un paso fundamental para redefinir la sostenibilidad y conseguirla.