Los 14.549 habitantes del campo de refugiados de Nyabiheke son congoleños que han cruzado la frontera del oeste del país huyendo de la violencia de las milicias armadas que operan la región oriental. Entre el medio millón de desplazados que acoge Ruanda, 175.000 son congoleños que se distribuyen por otros cinco campos de acogida existentes en el país.
En todos los campos de refugiados del mundo casi siempre se encuentran faltos del adecuado acceso al agua y al saneamiento para sobrevivir con salud y dignidad. En Ruanda, las instalaciones de saneamiento y de higiene son muy antiguas y no ofrecen los mínimos de privacidad y seguridad, en especial para las mujeres y niñas. Las familias refugiadas comparten letrinas que se construyeron con la creación del campamento en 2005.
En el campo de refugiados de Nyabiheke, en Ruanda, hemos iniciado un proyecto de ayuda con World Vision. Allí es urgente mejorar el acceso a instalaciones de saneamiento e higiene adecuadas para que los habitantes puedan acceder a la salud y la dignidad.
También es necesario construir puntos de recogida de basura para garantizar que los residuos sólidos no estén dispersos por el campamento; especialmente las mascarillas usadas para evitar el contagio de la covid-19 y desechadas, pero también el resto de residuos deben ser gestionados para evitar la propagación de enfermedades y proteger el medioambiente. La historia de Nyabiheke es la que dramáticamente se repite en todos los campos de refugiados del mundo, y nos remite de nuevo al drama de los que huyen de la violencia y que han perdido su casa, su trabajo y muchos seres queridos.
A la estela de la violencia de la guerra del coltán
En este caso, un agravante de la situación de los refugiados en Ruanda es el olvido de la terrible violencia que lleva décadas asolando la región oriental congoleña.
Allí se viene desarrollando un conflicto bélico que se originó hace 26 años y que los observadores de las Naciones Unidas consideraron una consecuencia de la guerra civil de Ruanda de 1990 – 1994, una confrontación que culminó con el tristemente famoso genocidio de más 800.000 tutsis y hutus moderados que fueron asesinados por hutus extremistas. Al acabar la guerra civil, en 1996, el ejército de Ruanda invadió el este de la República Democrática del Congo – por entonces denominada Zaire – para derrocar al dictador Mobutu Sese Seko y defender de las matanzas a la minoría tutsi.
El conflicto derivó en lo que se denominó la guerra mundial africana al intervenir Libia, Sudán, Chad, Burundi, Angola, Zimbabue y Namibia, países que se disputaban concesiones mineras de coltán, preciado mineral para la emergente industria electrónica, motivo por el cual se la denominó también guerra del coltán. Fue el conflicto más mortífero desde la Segunda Guerra Mundial: causó la muerte de unos 5,4 millones de personas, la mayoría de ellas por hambre y enfermedades infecciosas generadas principalmente por consumir agua superficial en mal estado, y originó millones desplazados y refugiados.
Una guerra silente
Aunque esta guerra concluyó oficialmente en 2002, sus secuelas permanecen. No desaparecieron los grupos rivales formados a lo largo del conflicto y alimentados por odios étnicos históricos, que s¡guieron ligados a la extracción del coltán y al comercio de recursos naturales o al simple saqueo, y que aún siguen activos asolando el territorio.
En 2018, la República Democrática del Congo fue el segundo país después de Etiopía que más desplazados generó, 1,8 millones de personas, incluso más que Siria, cuyos migrantes, al trasladarse en gran parte a Europa ocuparon las portadas de los medios de comunicación internacionales. Los desplazados congoleños alcanzaron un máximo en 2019, con 1,7 millones sólo en los seis primeros meses del año, según el Portal de Datos sobre Migración del Centro de Análisis de Datos de Migración Global (GMDAC). La violencia ha continuado hasta la actualidad pero, al no tratarse de una guerra abierta, los combates y las matanzas no tienen difusión en los medios de comunicación. Muchos observadores internacionales y ONG han denunciado esta guerra silente que hiere profundamente el corazón de África e impide todo tipo de acciones humanitarias, como la lucha contra el sida, el ébola y, ahora, la covid-19.
Agua saneamiento e higiene, lo que siempre falta
El drama de la migración forzosa viene acompañado de la urgente necesidad de agua potable y de saneamiento en los centros y campos de acogida. Uno de nuestros primeros proyectos, hace 10 años, fue el suministro de agua y la creación de infraestructuras de saneamiento y la formación de promotores de higiene en los campos de refugiados del este del Chad. Trabajamos también para la sensibilización de la opinión pública sobre el conflicto de Darfur, que había generado los desplazados, por entonces en vías de olvido internacional.
Los conflictos bélicos provocan movimientos migratorios descontrolados muy difíciles de prever. La guerra de Siria provocó un aluvión de desplazados en el Líbano. En nuestro proyecto en el Valle del Bekaa, se puso de manifiesto la importancia de planificar la acogida de refugiados – niños sirios en ese caso – en una zona en la que es estrés hídrico es endémico. Hacerlo de forma acorde con las infraestructuras de agua y saneamiento existentes, y con el mestizaje cultural, especialmente en las escuelas, es un reto que hay que superar fomentando el espíritu participativo y estableciendo una estrecha colaboración con las administraciones estatales, locales y las comunidades.
La pandemia de la covid-19 incidió duramente en los migrantes transfronterizos, muchos de los cuales quedaron atrapados en campos de refugiados y barrios marginales sin agua ni saneamiento para procurarse la mínima higiene. En México, Malí y Brasil estamos ayudando a proveerles de agua e higiene. En estas regiones, frecuentemente olvidadas, miles de migrantes y las comunidades que los acogen se enfrentan a unas normativas inciertas, desbordados por la falta de instalaciones adecuadas y el acceso restringido a los servicios públicos para la salud, al agua potable y al saneamiento.
Un drama internacional que no cesa
Según el GMDAC, a mediados de 2020 habían en el mundo más de 280 millones de migrantes, un 3,65% de la población del planeta. De ellos, unos 80 millones eran personas desplazadas por la fuerza y más de 25 millones estaban catalogados por ACNUR como refugiados, la inmensa mayoría de ellos a causa de la violencia en sus países de origen. La migración forzosa es una pandemia que no cesa y una seria amenaza para la consecución del ODS 16: sociedades justas, pacíficas e inclusivas. El drama de los campos de refugiados nos muestra que otros muchos ODS fallarán si no se consigue la paz.