La carrera en pos del ODS 17 – “Revitalizar la alianza mundial para el desarrollo sostenible” – está sufriendo altibajos que dan la razón a los que han criticado este objetivo por ser un “cajón de sastre” de tópicos y supuestas buenas voluntades que nunca han logrado articularse en el mundo con auténtico espíritu de cooperación internacional.
Y es un objetivo vital para la consecución de los restantes ODS. Sin cooperación entre gobiernos, empresas, organizaciones y todos los segmentos de la sociedad civil es impensable abordar la complejidad de las soluciones de sostenibilidad a nivel planetario. Ya a nadie se le tiene que demostrar que cada uno de los ODS tiene que ser universal en su planteamiento y estrategia. Hay dos razones fundamentales.
La primera es que todos los ODS están afectados por tres crisis de la naturaleza: la hídrica, la medioambiental y el cambio climático. Cada una de ellas se manifiesta en la Tierra globalmente; ya no sirven planteamientos localistas, la ciencia demuestra que la biosfera es una y así debe contemplarse a la hora de desarrollar soluciones.
La segunda es que, en un mundo desde hace décadas globalizado, las crisis políticas, los conflictos bélicos, la violencia étnica y la inestabilidad económica desencadenan consecuencias nefastas, de las que las comunidades más pobres sufren siempre la peor parte: genocidios, migraciones, hambrunas, enfermedades e injusticias se ceban en los que precisamente deben ser los beneficiarios de los ODS.
La inestabilidad del espíritu de cooperación la vemos con demasiada frecuencia en el mundo del acceso a agua. Pese a que son frecuentes los casos de colaboración, abundan las “guerras del agua” que se desencadenan entre cuencas hidrológicas y que enfrentan a las ciudades con el mundo rural, y a agricultores y ganaderos con científicos y ambientalistas. Estos conflictos ponen en evidencia unos sistemas de gobernanza ineficaces que muestran visiones cortoplacistas que, lejos de aportar soluciones, crean polémicas políticas que intoxican un debate sereno sobre la gestión del agua y del territorio.
Un frágil espíritu de cooperación
Los últimos acontecimientos que han sacudido al mundo cuestionan la confianza en la solidez del ODS 17. La pandemia de la covid-19, las hambrunas y migraciones forzadas por guerras como la de Siria, Yemen y Ucrania, y sus consecuentes crisis económicas y energéticas, que acaban perjudicando siempre a los más indefensos, parecen dar la razón a los escépticos, los que desconfían de que la política mundial pueda generar alianzas y cooperación auténticas para avanzar con cierta esperanza hacia 2030.
Por lo que respecta a la crisis de la naturaleza se han dado estos últimos años varias decepciones. El relativo fracaso de las últimas COP sobre la reducción de gases de efecto invernadero ha puesto en tela de juicio el alcance real y práctico de los acuerdos internacionales sobre el clima. Los informes del IPCC tienen una amplia difusión ya en todos los medios de comunicación, alarman a la opinión pública, a los políticos y a los empresarios; sin embargo, a la hora de tomar resoluciones coordinadas y colaborativas, el simple aumento del precio y la dependencia del gas dispara el uso del carbón entre muchos países avanzados, mostrando la vulnerabilidad de los propósitos de reducción de gases de efecto invernadero.
Otro paso atrás decepcionante: los mares se degradan aceleradamente, amenazando la producción del 50 % del oxígeno del planeta, la absorción del 25 % del dióxido de carbono y la seguridad alimentaria de más de 200 millones de personas. Sin embargo, la conferencia de los océanos, celebrada hace dos semanas en la sede de la ONU, ha concluido sin acuerdo: tras 15 días de intensos debates, los intereses de algunos países participantes han impedido cerrar el esperado Tratado Global de los Océanos, que es un primer paso fundamental.
De aquellos ODM a estos ODS
Algunos analistas comparan esta situación con la que se dio en 2000 al acordar los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), que deberían ser alcanzados en 2015 y que fueron sustituidos por los actuales ODS. Nadie duda de que los ODM lograron avances significativos en muchas áreas, como la lucha contra epidemias y en la protección de la infancia; pero fracasaron en reducir la desigualdad y quedaron muy lejos de las metas medioambientales: las emisiones de gases de efecto invernadero aumentaron en 2014 casi un 50% respecto a la década de 1990.
La filosofía de los ODS trató de corregir las deficiencias de los ODM. Fueron más concretos e hicieron referencia específica al agua y el saneamiento – temas que aparecían diluidos en los ODM -, las metas estuvieron mucho mejor estructuradas y la implementación de los sistemas de monitoreo del avance real ha ayudado enormemente a su difusión internacional.
No obstante, el ODS 17, se planteó con unas metas muy similares a las del octavo y último ODM – “Fomentar una alianza mundial para el desarrollo” -, cuya consistencia quedó en entredicho tras la crisis financiera de 2007 que hizo fracasar muchos proyectos de infraestructuras y de creación de formas de cooperación para regular las relaciones entre regiones. De ahí el escepticismo de los que comparan la actual relativa inoperancia internacional con la de entonces.
Sin embargo, no es realista comparar los fracasos de los ODM con los que se auguran tendrán los ODS. Los ODM tuvieron muy poca difusión mediática, la mayoría de la ciudadanía los desconocía y pocas empresas los integraron antes de 2010 en sus estrategias de responsabilidad social, la RSC ahora ha sido mayoritariamente sustituida por los criterios ESG (del inglés Environmental, Social and Governance), mucho más en línea con los ODS de la Agenda 2030. Por otra parte, el nivel de concienciación de la población mundial es mucho mayor, y la educación medioambiental ha avanzado notablemente en los programas escolares.
Motivos de esperanza
¿Hay confianza en que podamos avanzar, por ejemplo, en el compromiso de destinar el 0,7% del PIB a la ayuda al desarrollo y movilizar recursos financieros adicionales para los países pobres? La verdad es que sí, pues hay una conciencia común de que el tiempo prácticamente se nos ha acabado. La sensibilización ciudadana es un factor imprescindible para lograr la reacción de las administraciones ante el problema de la eficiencia, y desde la sociedad civil tenemos que movilizarnos y empujar al poder político e institucional en un avance sincero y real en la cooperación internacional. Los acuerdos deben llegar y deben cumplirse. Es la única forma de avanzar.